jueves, 9 de febrero de 2012

EL NIÑO QUE VIO AL CAPITÁN AMÉRICA


-Yo tenía una librería en Dortmund- explicaba Josef a uno de los nuevos. Esta última remesa de presos que había arribado a Dachau estaba formada en su mayoría por niños y mujeres. Los presos más veteranos, grupo del que Josef formaba parte, solían tomar en cargo a los recién llegados. La entrada era dura y trataban de suavizarla. Además corría uno de los inviernos más difíciles que habían soportado. Los piojos se habían vuelto legión y los presos caían envueltos en fiebres durísimas, que en el debilitado estado en el que se encontraban y ante la connivencia y el desprecio de los soldados nazis que los custodiaban, habían convertido cada mañana en un recuento de fallecidos.

Sin embargo la muerte no era novedad en Dachau. Lo que era extraño allí era la vida y la felicidad. Para Josef, la llegada de aquellos niños se convertía en algo importante. Sus años de librero le habían convertido en alguien culto y evidentemente leído. El campo de concentración, había reunido entre sus presos a decenas de profesores y maestros de escuela, pero los niños de Dachau no necesitaban la gramática o la filología entre sus conocimientos. De esa manera, las historias narradas por Josef, congregaban docenas de niños y no tan niños a su alrededor. Josef narraba siempre el mismo tipo de historias. Las contenidas en su memoria eran miles, pero no era el momento de dramas Shakesperianos, ni de tragedias griegas. La historia, la belleza, la fuerza que había rodeado al crecimiento del ser humano y que parecía haber desaparecido en aquel gris entorno, era lo único que Josef se permitía rescatar del baúl de su conocimiento e intentaba transmitir con la mayor serenidad y belleza posible. Ante los ojos de los habitualmente reunidos y de dos muchachos que habían llegado en la última oleada y que intentaban amoldarse a la vida de barracón, Josef comenzó a narrar sus historias y por un momento las pirámides de Keops parecieron alzarse junto al barracón dos mientras el Rey Arturo cruzaba al galope por entre los guardias empuñando su fiel Excalibur con la mano derecha. Josef sentía que se quedaba sin historias que contar, pero la rápida desaparición de su público hacía que en ocasiones repetir una leyenda se volviese algo nuevo para todos. Los guardias asignados permitían las reuniones de Josef, las cuales el suponía no estaban del todo permitidas, y se quedaban a escuchar. En alguna ocasión, Josef les había visto sonreír ante una de las aventuras de Jack “el mata gigantes” o cualquiera de los cuentos que narraba a sus seguidores más jóvenes.
 
Josef veía pasar así la vida. Escapaba como podía del tifus, de la cámara de gas situada en el barracón X y de los terribles experimentos realizados por el doctor Rascher, cuyos “voluntarios” nunca volvían. Cada noche era una victoria, un día más en el infierno, pero una victoria al fin y al cabo. Pero esa noche iba a ser diferente porque era la última noche de Dachau, y a la alcoba de Josef se acercó un niño, uno de los nuevos.
 

El pequeño arrimó su cabeza al oído de Josef y le llamó profesor. Josef estaba con los ojos cerrados pero no dormía. Los abrió para ver al niño, que en cuclillas asomaba el rostro. Josef sintió lástima instantánea por el muchacho de morenos tirabuzones y apenas diez años.
 
-¿Qué quieres hijo?-
 
-Tengo algo para usted, profesor. Algo que le interesará-
 
-No me llames profesor- Josef frunció el ceño sin quererlo. No quería parecer enfadado, pero el cansancio y la debilidad ya asomaban a sus huesos. Además le costaba oír los susurros del niño y la iluminación era escasa. Josef había pasado demasiado tiempo en esas condiciones y sus ojos acostumbrados a vigilar en la oscuridad de la noche ya no tenían la fuerza de antaño.
 
-Tengo algo para usted, señor- repitió el niño visiblemente excitado.
 
El joven se descalzó en silencio y del talón de su bota sacó un papel perfectamente doblado. 

Cuidadosamente, lo fue abriendo poco a poco. Josef se incorporó hasta quedar sentado en su catre. Miró alrededor pero nadie parecía haberse despertado o al menos el resto de presos daban poca importancia a lo que estaba sucediendo entre él y su joven compañero. Al ver que el niño tenía una hoja de papel, Josef buscó sus gafas. Mientras se las ponía, el niño le acercó su tesoro con una sonrisa de oreja a oreja. Josef miró aquella hoja descolorida y repleta de dibujos. Al ver lo que mostraba, Josef abrió los ojos de par en par.
 
-¡Es el Capitán América!-  dijo el niño en voz muy baja. Josef lo miró por encima de las gafas que aún sujetaba con la mano derecha frente a sus ojos. Tenía la boca abierta de par en par con una expresión de asombro.
 
-¿Cómo demonios has metido esto aquí?- Dijo sorprendido. Para su pesar el niño pareció tomárselo como una riña. Bajo los ojos y se tocó una nalga. Josef entendió la importancia de aquel trozo de papel para el pequeño. Le acarició el pelo y sonrió. El joven recuperó inmediatamente la ilusión y volvió a repetir el nombre del personaje del dibujo.
 
-¡Es el Capitán América!-
 
-Ya, ya lo veo- los colores blanco, rojo y azul llenaban aquella colorista portada -¿Y quién eres tú?-
 
-Yo soy Samuel- Inmediatamente, Samuel pasó de su posición acuclillada a sentarse junto a Josef y le señaló el dibujo –Ve, le está pegando un puñetazo a Hitler en todo el mentón- He hizo el gesto de pegarse a sí mismo con una sonrisa. Josef había apartado los ojos de la portada y miraba al niño. Estaba ilusionado, era un remolino de energía. Josef ya lo había visto antes. De hecho era aquello que trataba de transmitir con sus historias, energía, lo único necesario en aquel oscuro lugar donde la esperanza ya no tenía su hogar.
 
-Hijo, que no encuentren esto nunca, o te matarán a ti y a todo el que crean que lo ha visto- Samuel bajó la mirada entristecido otra vez –No te estoy riñendo- dijo Josef acariciando la cabeza de su nuevo amigo –Es solo que el Capitán América es demasiado importante como para que caiga en manos de los guardias-

Samuel sonrió y le quitó el papel de las manos a Josef –No se preocupe, señor, no lo encontrarán-
 
-Háblame un poco del Capitán América- pidió Josef, y por una vez, él fue el oyente en una historia plagada de saltos, volteretas y nazis con el abdomen golpeado por el poderoso puño del extranjero abanderado. Josef sabía que los Estados Unidos eran parte de la gran guerra que partía en dos al mundo. Las noticias eran escasas, pero llegaban. Aquel niño, en su inocencia, confiaba en aquel claro ejemplo de propaganda americana, pero mirando aquella sonrisa, Josef se preguntaba qué podía haber de malo en ello.
 
A la mañana siguiente Josef y su nuevo y aparentemente huérfano amigo, paseaban por el exterior de los barracones. La calma aparente se había instalado en Dachau. Los rumores de que el número de guardias era menor, se habían extendido por el centro de reclusión. Decían que los mandaban al frente, que soviéticos y estadounidenses avanzaban unidos y que Hitler había dado un paso atrás. Para Josef no era la primera, ni la segunda ocasión en la que escuchaba hablar de una inminente derrota nazi. Las palabras liberación y venganza se habían asomado a sus oídos muchas veces, así que ya no les daba importancia.
 
De golpe todo cambió. Desde las torres de vigilancia asomó una voz que gritó “Los americanos”. Las alarmas comenzaron a sonar y el personal de campo comenzó a moverse según le habían entrenado. El caos asomó al campo de concentración y entre todo el bullicio Josef sintió, sin ver, como Samuel se escapaba de su lado corriendo.
 
-¡Los americanos!, Josef, ¡el Capitán está aquí!- dijo el niño a distancia ya del anciano Josef.
 
-¡No, Samuel, vuelve aquí!- le gritó el envejecido vendedor de libros reciclado en contador de historias. Intentó correr, pero sin más suerte que perder al niño entre la muchedumbre.
 
Samuel corrió hasta donde sus fuerzas, cada vez menos, le acompañaron. Llegó a situarse a varios metros de la alambrada que cerraba el campo y vio las luces centellear en el exterior. Entre el ruido de los presos y los guardias, escuchó llegar a los carros de combate. Siguió caminando en dirección a la verja. El estruendo de los camiones y blindados no podía tapar el sonido de la voz del Capitán. Allí a lo lejos se oía. A su mando respondía un niño, el joven Bucky, su compañero. Samuel podía oírlos, tan claramente que era incapaz de escuchar nada más. El Capitán le dijo a Bucky que el imperio Nazi tocaba a su fin y su compañero respondió con una sonora carcajada y avanzaron. Samuel vio llegar a los soldados, pero ¿Dónde estaba el hombre vestido con una bandera? Entonces lo vio, claramente, tan claro como el tacto de la valla a la que por fin había llegado. Allí estaba él. Y desde lejos el Capitán América le sonrió.
 
Josef lo vio todo desde veinte pasos de distancia. Uno de los guardias de la torre había ordenado al chico dar un paso atrás. Repitió la orden en dos ocasiones. Cuando levantó el arma, Josef gritó y de su boca no salió palabra alguna. Samuel cayó al suelo dos metros más allá de donde se encontraba. Aún a riesgo de morir en el día en que podía encontrar la libertad, Josef corrió hasta Samuel. Un disparo resonó desde el exterior y Josef vio a los americanos acercarse. Samuel, en el suelo se dio la vuelta y quedó boca arriba, aún vivo pero envuelto en sangre. Josef corrió a abrazarle y a apartarle de la línea de fuego. Se acercó al chico que sonreía con los ojos abiertos.

-Se lo dije, profesor, ahí tiene al Capitán América, ¿le ve?- y señaló al exterior de la alambrada donde soldados de infantería venían en carrera con sus monocromáticos uniformes.

-Claro, Samuel- Sonrió el contador de historias -Ahí está-

4 comentarios:

  1. ¡Ya te estás volviendo un patriota yankee o qué! Fuera de coñas, muy bonito. Y no sólo porque a mí el Capi me toque la fibra sensible!

    ResponderEliminar
    Respuestas
    1. Realmente quería hablar de los storytellers, aquellos que en cualquier situación pueden venderte una historia o una ilusión. Para mí era lo que significaba un comic desde niño, la posibilidad de que Spiderman existiera, era cercana aún sabiendo que todo era ficción, pero siempre existe esa pequeña ilusión que te hace creer lo que te deseas. Como fan del wrestling, muy basado en eso, estarás de acuerdo en la importancia de esto. En cuanto a lo de patriota yankee...en fin, todavía no tengo bandera, pero todo se andará, jeje.

      Eliminar
  2. Claro que estoy de acuerdo. El cuentacuentos es un oficio milenario, necesario en cualquier sociedad. Lo único que hemos hecho nosotros es perfeccionarlo.

    ResponderEliminar
  3. Perfeccionarlo no era la palabra que buscaba... profesionalizarlo, quería decir.

    ResponderEliminar

Related Posts Plugin for WordPress, Blogger...