miércoles, 7 de septiembre de 2016

ADIÓS MAESTRO


Esta noche falleció el reputado químico José Joaquín Barluenga. Como profesor fue un personaje fundamental en mi desarrollo como persona. Posiblemente él nunca me recordase como alumno suyo. Y eso que fui uno de los peores, qué duda cabe.

Estoy hablando de una época pretérita en la que fracasé cursando la carrera de químicas. El nivel de exigencia era elevado y estaba muy por encima de mis capacidades como estudiante. No era capaz de estar a la altura y comencé a plantearme nuevos retos, más con la esperanza de huir del presente que de encontrar un futuro. En el que fue mi último año en la facultad de Químicas de la Universidad de Oviedo, crucé mi camino con el del Doctor Barluenga.

Podría definirlo de mil maneras. No me cupo ni me cabe ninguna duda que era un Maestro en lo suyo. Tengo claro que era un enamorado de la ciencia que enseñaba. Como profesor era tan brutalmente honesto que se convertía en duro. En aquel año del que hablo, yo acudía a clase junto a un grupo de amigos a los que el Doctor Barluenga denominaba, en base a nuestra incapacidad como químicos, “Los artistas”. Cada clase se tornaba en una tortura mientras el reloj marcaba lentamente las horas y nosotros esperábamos aquel horrendo momento en el que Barluenga iba a enunciar aquello de “A ver, los artistas ¿saben ustedes…” Y nosotros, claro está, no lo sabíamos. No tanto por ignorancia, que también, sino por simple nerviosismo ante el nivel de exigencia propuesto por el profesor.

Porque Barluenga sabía, y mucho, de lo que hablaba. Y sabía explicarse de manera diáfana. Sus clases eran excepcionales y transmitían un conocimiento que en aquel momento no supe o no quise aprovechar. Así que, al darlo todo desde la pizarra, el doctor Barluenga exigía una respuesta de vuelta desde los oyentes. Al no recibirla montaba en cólera. No una cólera contenida. Más bien una tormenta. Así, tu ignorancia, molicie o caraja se veía premiada con una ráfaga de improperios que nacían profundamente de la desesperación del Dr. Barluenga por hacerse comprender. Digamos que, simplemente, Barluenga disfrutaba si su mensaje calaba en el estudiante, pero se ofendía profundamente cuando sucedía lo contrario.

Muchas frases en el recuerdo. “Para ustedes hablo chinés, que es una mezcla entre chino o japonés” o aquel clásico “Mejor cámbiese de carrera. Algo más fácil para usted. Artista”. Trato de olvidar cómo me quedé en blanco tratando de explicar un mecanismo de reacción que para él era evidente y que seguro que había expuesto de manera clara y sencilla a una audiencia con la mente en un botellón continuo. Recuerdo su ira y mi vergüenza. Recuerdo que tras cada clase de Química Orgánica nos íbamos a tomar algo porque, durante dos horas, el corazón nos palpitaba desbocado. Recuerdo aprobar su clase con un cinco pelado que me permitió dejar la carrera de Químicas y migrar a prados más verdes. Recuerdo odiar a Barluenga pero odio recordar que tenía razón.

Con el paso de los años he recorrido el camino de la bancada al encerado y el idiota que soy descubre lo acertado que estaba el Dr. Barluenga. Durante alguna clase o atendiendo a alguno de los numerosos estudiantes que acuden en busca de consejo al laboratorio donde trabajo, me encuentro cara a cara con la colérica inspiración de aquel maestro que, pese a hacerlo lo mejor posible, era incapaz de introducir el más simple de los conocimientos en mi diminuto cerebro. Le reconozco su esfuerzo. Aplaudo su dedicación y energía y entiendo su frustración porque muchos días me encuentro en su lugar y no es un sitio cómodo en el que estar.  

Y me culpo por no haber sabido aprovechar a los mil y un maestros de gran nivel que me he encontrado en la vida. Lamento no haber podido sacar todo el jugo de aquellos que pusieron todo su esfuerzo en hacerme mejor. Recuerdo con cariño a Castro, don Víctor, Rúa, López-Otín o Pereiro que, esforzándose por transmitirme un conocimiento se encontraron con un ignorante absoluto y feliz de serlo.

Ahora me esfuerzo. Trato de ser paciente. Intento entender que, ante mí, ese trozo de carne con ojos que me mira ausente y que parece no entender nada de lo que digo no es más que una extensión temporal de mí propio yo. Sé que está pensando en el partido de la tarde, en el chico que le gusta, en la discusión con su novia, o en la última película de superhéroes. Lo sé porque acepto que, al contrario que el Doctor Barluenga, yo fui un ignorante, un vago y un mal estudiante. Y aun así me cuesta aceptar que estoy entregando mi tiempo a gente que no lo aprecia. No sé cómo lo hacía él.

Solo sé que lo hacía y se lo agradezco. Lamento que haya fallecido. Me apena y lo siento. Se va un maestro. Con todas sus limitaciones y grandezas. Soy consciente de que seguiré siendo un artista pese a todo su esfuerzo. Un esfuerzo que me duele no haber aprovechado. Es cuando ya no hay vuelta atrás que los idiotas nos damos cuenta de esos errores. Por eso somos idiotas.

Descanse en paz Doctor Barluenga. Y gracias. 
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