Era yo un guaje en los locos noventa cuando
mis padres me llevaron de vacaciones a Salou. Tengo grandes recuerdos de aquel
viaje. Me llamó poderosamente la atención el mar Mediterráneo, tan diferente
del Cantábrico en su tranquilidad. Cristalino por su falta de movimiento.
Apacible, en pocas palabras. Me encantó el ritmo de la ciudad de Salou, esa
marcha veraniega, ese aspecto febril para un muchacho que apenas había salido
de Asturias. Me gustaron sus tiendas de todo a cien que me permitieron hacerme
con mi primera camiseta de fútbol con nombre y número. Selección de Alemania, Klinsmann, número dieciocho. Estuve a
punto de conseguir mi primera figura de Soundwave pero el excesivo precio y el
sentido de la responsabilidad (que dejé en algún punto entre los diez y los
treinta años) me echaron para atrás y nunca me atreví a pedirle a mis padres,
que nada me negaban, que se gastaran cinco mil pesetazas de la época en un robot
azul de juguete. De eso se encargaría mi mujer muchos años después.
Juegos en la piscina, batidos de chocolate,
helados de cucurucho, playa, sol y un hermoso verano. Y diréis, ¿pero qué
mierda tiene esto que ver con Shabba-doo?
Más aún ¿Qué mierda es eso de Shabba-Doo?
Muy sencillo.