Ana y Vicente se sentaron a la
mesa del restaurante. Era el primer día de sus vacaciones, en el que no
pudieron disfrutar de una mañana en la playa. Las olas del mar Mediterráneo
habían aumentado hasta hacerlo irreconocible y golpeaban la costa con fuerza
creciente pese a lo despejado y luminoso del día. Ese problema con las mareas,
había interrumpido la posibilidad de una plácida mañana y había causado un
serio inconveniente en la pareja. Les había dado ocasión de hablar.
Habitualmente, Ana y Vicente se levantaban en la cama del hotel y emprendían juntos
el camino a la playa donde ella se sumergía en sus novelas y el desaparecía
enfrascado en la lectura de todos los diarios deportivos. Un chapuzón ocasional
en el agua, en turnos separados con la disculpa de vigilar las pertenencias y
no abandonarlas en la playa a la vista de ocasionales descuideros, un rato al
sol y vuelta al hotel.
Pero esa mañana no. Esa mañana no
había sido así. Tras comprobar la imposibilidad de disfrutar de la cálida arena
de la playa, volvieron a la habitación que se hizo minúscula por momentos.
Acordaron salir a pasear por el pequeño pueblo, otrora pesquero, ahora anegado
por el turismo. Visitaron tiendas y parques como si de una pareja normal se
tratara. Hablaron lo mínimo indispensable, algún diálogo banal sobre la belleza
de una iglesia o el precio de unos zapatos. Por dentro ambos paseaban a su vez
por sus mundos personales, alejándose cada minuto más y más de la realidad y
sumergiéndose en el distante trabajo, en los niños, ya lejanos en casa de los
abuelos y único nexo de unión para una pareja rota desde hace años. Podrían
haber estado perfectamente solos y sin embargo la mera compañía del otro
aumentaba su incomodidad.
Así pasaron el día hasta que
llegó la hora de comer. Escogieron sitio en la terraza, abanicados por el aire.
Vicente observó el puerto, con los veleros moviéndose arriba y abajo por el
ímpetu del otrora tranquilo mar. Ana, con el océano a sus espaldas, decidió ver
a la gente pasar con sus vidas que a ella se le antojaban perfectas, con sus
diálogos y sus risas que le quedaban lejanas como un sueño de juventud. Leyeron
los menús y pidieron la comida con voces monótonas. Llegaba el momento de
hablar, ¿pero de qué? Estas vacaciones para arreglar lo suyo, ¿de qué habían
servido? Solo para ahondar en la profunda distancia que entre ambos existía.
Los platos llegaron acompañados
del rugido de una tormenta lejana que permitió el enésimo comentario sobre el
tiempo que Ana lanzó esa mañana. Pero esta vez había algo, algo más sobre lo
que hablar. Vicente le señaló a Ana como los barcos se movían con tal fuerza en
el agua, que parecía que se iban a lanzar desde el mar a la poco transitada
carretera. Ana se volvió y tras largo tiempo meditando, le dio la razón a su
marido. Además ambos observaron que no había nubes en ninguna dirección,
entonces ¿dónde estaba la tormenta cuyos truenos parecían escucharse
incesantemente? Ana y Vicente apenas hicieron caso del camarero cuando trajo
sus platos. Vicente se levantó alarmado. El horizonte parecía haber cambiado.
Lo observó elevarse, pero no era el horizonte, era el mar el que se elevaba.
Primero un poco, luego un poco más.
La primera ola impacto contra el
muelle y uno de los barcos, el de mayor tamaño se volteó, aterrizando su mástil
principal sobre el asfalto, sobresaltando a todos los viandantes. Las demás
embarcaciones continuaron su baile a saltos y pronto comenzaron a oírse gritos
de preocupación que fueron acallados por un terrible rugido que pareció surgir
de las entrañas de la Tierra. Ana se levantó y dio media vuelta hasta salir de
la terraza donde ella y su marido estaban situados. Vicente la siguió con paso
firme. Cuando estuvo a su altura, observó una ola, aún mayor que la anterior,
que se precipitaba hacia la costa. El golpe contra el muelle fue brutal. Hizo pedazos
los barcos de menor tamaño y lanzó algunos contra la calle entre el terror de
la gente. Ana y Vicente no dijeron nada, como de costumbre. Él miró más allá y
vio a la siguiente ola. Cogió a su mujer de la mano y sin hablar la llevó hasta
el interior del restaurante donde estaban comiendo. En la puerta apartaron a
los camareros que permanecían bajo el marco de la misma con los ojos como
platos. Los trabajadores del local decidieron seguir los pasos de sus, en esos
momentos, únicos clientes. Todos se refugiaron en el fondo del restaurante
justo en el momento en el que la tremenda ola impactaba contra el muelle con
tanta fuerza que la pared de piedra se hizo pedazos y el agua penetró en la
tierra llegando a cruzar la carretera y el paseo marítimo de aceras inmensas
que se encontraba adyacente a ésta.
Los escasos peatones que
circulaban fueron barridos por la marea, pero sin daños aparentes, se pusieron
de pie y buscaron resguardo. Uno de ellos entró en el restaurante de Ana y
Vicente con una pierna herida. Los camareros corrieron en su auxilio. Ana
levantó los ojos del malherido muchacho a la playa, solo para ver la gigantesca
montaña de agua que se precipitaba hacia ellos. Ana dio la voz de alarma y
todos entraron en la cocina del restaurante a través de sus puertas batientes.
Los trabajadores del local se apresuraron a introducir al herido y taparon las
posibles entradas de agua con manteles y servilletas, mientras bloqueaban las
puertas con los carros repletos de platos sucios. Ana y Vicente miraban por los
pequeños ventanales redondos de la puerta como la gigantesca masa de agua
tapaba ya la luz del sol y se acercaba a la costa. El movimiento del mar
causaba un ruido ensordecedor, y a su vez la tierra parecía acompañarle con un
canto grave que surgía de sus entrañas. Los camareros chillaron pero nada más
que la furia de la naturaleza se oía ya. Tras una mañana sin palabras y en
silencio, Vicente miró a su esposa, sin poder decirle nada y echando de menos
su voz. Sus ojos se cruzaron, se cogieron de las manos y Ana sonrió a su esposo
mientras la mortal embestida del mar se acercaba. Vicente vio la radiante
belleza de la mujer con la que había compartido todo durante tanto tiempo, se
estremeció al observar la bondad de su mirada, en la cual no había reparado en
años y sintió la dulzura de cada palabra dicha por aquella boca que no volvería
a besar. Ana vio el amor de su marido y se lo devolvió con un simple beso en
los labios, y con el último impacto del mar, por las mentes de ambos pasó la
sensación de que estaban ante el final del principio de algo maravilloso.
No hay comentarios:
Publicar un comentario