
Es muy difícil mantenerte como un referente
en el campo de lo audiovisual, del entretenimiento, del arte en su más vasta
extensión. Al colocarte en lo más alto de la pirámide es normal sufrir la ira,
el ataque y el oprobio de aquellos que ven en ti un enemigo al que derribar. Le
pasó a SONY con su película sobre el
líder de Corea del Norte y ahora le pasa a Jugando
Pachangas. El blog de los sin voz.
Porque si unos hackers aterrorizaron a SONY con la difusión de sus intimidades
y el robo de información, ésta,
su página de información para aquellos temas importantes y relevantes, también
ha sido atacada.No puede haber destino más cruel, situación
menos dichosa ni momento más sofocante que darte cuenta que todo el esfuerzo,
trabajo y dedicación se han ido al garete por la maldad y la necedad de una
sola persona. Hice un esfuerzo. Traté de, por primera vez, cumplir mis promesas
y realizar una serie de capítulos que repasaran mi historia con el videojuego.
Luché denodadamente contra la adversidad, pero siguiendo una larga tradición de
infortunio, me di de bruces contra la cruda realidad y es hoy cuando me debato
entre la derrota y la esperanza.
Porque para llevar a cabo esta tetralogía del
videojuego, tuve que realizar un enorme esfuerzo de reunión de datos,
información y análisis. Básicamente, un buen día, apunté cuarenta nombres de
videojuegos en un papel mugroso, clasificándolos de diez en diez, para hacer
cuatro grupos uniformes y con entidad propia. Pero hete aquí que, tras la
segunda entrada, el malvado y necio que soy hizo una bola con la susodicha hoja
y la lanzó a las profundidades del cubo de reciclado. Mil veces me maldigo. Así
que hoy voy a tirar de memoria. Un acto durísimo del que espero salir ganador.
Y no es sencillo. Mi memoria pudo haber sido prodigiosa, grandiosa y
esplendorosa pero durante unos años habité una zona desconocida entre el bien y
el mal, destinada a quemar las neuronas de los jóvenes. Me refiero a las salas
de juegos.
Porque aquel que no haya ido a una sala de
juegos de manera habitual, digámoslo en plata, no sabe vivir. Tú, con tu
adolescencia saliéndote literalmente por los poros, te ibas a la sala de
recreativas gobernada por un tío conocido como “Jefe” y allí eras el puto amo. O al menos eso sentías. Era un
microuniverso con entropía propia, con leyes de la física diferentes y que
servía de prueba para aquello que algunos equívocamente llaman “mundo real”. El pelo en el pecho nacía
en ese momento en que ibas al “Jefe”
y le decías que una máquina te había tragado cinco duros. Al principio sudor
frío “¿Me creerá?” “¿Recuperaré esos cinco duros para perderlos
ipso facto en la misma puñetera máquina?”
Sí a todo. Porque al “Jefe”, Dios de su propio establecimiento, nada le preocupaba más
que tu felicidad. Bueno, eso, y que no escupieras en el suelo.