lunes, 19 de diciembre de 2011

ROBERTO

La silla de ruedas de Roberto entró empujada por una enfermera y haciendo rechinar sus ejes. Sobre la cama de la habitación yacía el cuerpo de un niño, roto, con un único hilo de vida uniéndole a este mundo. Roberto vio a su hijo en la cama y se llevó la mano a la boca para no dejar escapar un chillido de dolor. Sus ojos se inundaron de lágrimas y se derrumbó sobre sus destrozadas rodillas mientras la veterana y curtida enfermera sentía como su alma se rompía por dentro. Por más dolor que veía en el hospital, no era capaz de acostumbrarse y cada día que observaba una escena de pérdida, la tristeza se asomaba a su rostro y su profesionalidad se tambaleaba ante el drama ajeno. Acarició el pelo de Roberto mientras él lloraba amargas lágrimas doblado sobre sí mismo. En un susurro llamó a su hijo, sangre de su sangre con el que compartía hasta su nombre.
El médico que se encargaba del pequeño Roberto ordenó pasar a la enfermera, la cual comenzó a empujar la silla con su paciente. Ambos se acercaron a la cama mientras el doctor comenzaba a hablar, pero Roberto estaba a kilómetros de allí, en los recodos de su memoria, en los parques donde jugaba con su hijo cada vez que un minuto del reloj se lo permitía. Roberto no oía las palabras del hombre de la bata blanca y a través de sus ojos percibía la imagen de su hijo comatoso, pero a su cerebro llegaban escenas de un pasado mejor, un pasado perdido y que no regresaría. Esos pensamientos le devoraron desde dentro y a la altura del torso de su hijo, estiró los brazos y los colocó sobre el pecho del niño que respiraba empujado por máquinas y cables. Le acarició el costado con un llanto monocorde en sus labios, roto por la pena y la culpa. Con su mano derecha llena de cortes tomó la de su único hijo y acarició cada uno de sus dedos mientras miraba sus ojos cerrados y su mandíbula apretada. Una enorme cicatriz recorría su cabeza desprovista de cabello. Recorrió cada recoveco de su mano y la besó con sus labios cubiertos de moco y lágrima.
-Señor Suárez- preguntó el médico con tranquilidad y sin apurar a su interlocutor. Roberto depositó la mano de su hijo entre las sábanas, tapándola para que no tuviese frío, como si existiese una posibilidad de que padeciese algún tipo de sensación. Volvió a acariciar su pecho, sintiendo en esta ocasión la fría cicatriz que recorría el pequeño cuerpo desde la garganta hasta el abdomen. Con este gesto se dio cuenta de la delgadez extrema de su pequeño. Le palpó las costillas, la cadera y su mano volvió a subir en dirección al rostro.
-Podrían incorporarme- suplicó Roberto sin mirar a nadie más en la sala. El médico asintió. En lugar de levantar a Roberto, la opción sencilla era hacer bajar la cama de su hijo. Extrañamente, Roberto sintió vergüenza por no haberse dado cuenta de lo obvio. Ya no volvería a levantarse por sí mismo de aquella silla.
Su hijo, su niño, su vida yacía allí. Los sueños de Roberto, sus esperanzas, su trabajo diario, su esfuerzo, los ahorros de toda una vida, el hablarle de las chicas, el reñirle al verle borracho. El futuro de un niño, la vida de un hombre, ambos rotos. Todo había saltado en pedazos.

-No- le había gritado el pequeño Roberto –No he sido yo- le dijo a su padre con los ojos rojos de rabia y llanto –Es mentira-
Su padre le sujetó por la mano y le ordenó callar. La profesora de Roberto había llamado a su móvil y habían concertado una cita. Su hijo había agredido a otro niño y aquel evento había sido solo la gota que había colmado el vaso. Tras la separación de sus padres, el pequeño Roberto se había mostrado como un niño agresivo, mal encarado, malo, en palabras de su profesora. Pero cómo podía ser malo aquel crío de dulces ojos que se dormía cada noche en su regazo mientras veían Bob Esponja, aquel niño que comía lentejas sin rechistar, aquel niño que canturreaba las canciones que su padre traía de épocas anteriores. Aquel niño no podía convertirse en un monstruo cada vez que se separaba de su mano y cruzaba las puertas del colegio. Era imposible y aún así las pruebas se acumulaban en cada carta del director de la escuela, en cada llamada de la profesora. El pequeño Roberto juraba siempre que la culpa no era suya y su padre miraba a aquellos hermosos ojos marrones y sonreía. Cómo podía tan siquiera dudar de la única fuente de felicidad de su vida.
-No te creo- respondió aquel día Roberto. Nunca supo la razón. No supo si era por la carga del trabajo, la rutina del día a día o simplemente que esa tarde sus ojos se habían abierto a la realidad. Su hijo tenía problemas y se decidió a hablarlos y solucionarlos, pero el niño no estaba por la labor –Algo tienes que haber hecho- le dijo con dureza y entonces los ojos del niño se abrieron de par en par ante la traición de su padre, y de ellos manaron lágrimas amargas, lágrimas de auténtica tristeza, lágrimas de puro dolor que aportaron al pequeño la fuerza de un titán, permitiéndole, con un solo gesto, zafarse de la mano de su padre. Con un único paso se alejó de su abrazo, y con un único movimiento se situó en mitad de la calle.
No escuchó a su padre gritar a escasos centímetros de su cuerpo. No vio al coche girar sobre sus ruedas delanteras. No oyó a la anciana lanzar una plegaria a su Dios. En un último momento solo notó los fuertes dedos de su padre sobre su hombro. Vio su rostro a escasos centímetros, desencajado. El pequeño Roberto no vio la muerte cernirse sobre ambos. Su padre sí, pero no pudo evitarlo.
Ahora, sobre la cama de un hospital yacen un cuerpo roto y un alma destrozada, una tragedia que arrastra a quién la ve. Aún así, una voz se impone sobre los llantos apagados y la desolación.
-No le queda mucho tiempo-
Roberto ve la verdad en los ojos del doctor y la contrasta en los de su hijo. Su boca se abre y ya nada tapona un grito de dolor que recorre una planta demasiado acostumbrada a oírlos. Un llanto de desesperación y una súplica.
-Lo siento- gime Roberto –Lo siento tanto-
Y su hijo, apagado, le responde con un beso en la mejilla, con un abrazo, con el corazón puro –No pasa nada papá- Pero sus palabras no salen de sus labios ni llegan a su padre y mientras el pequeño Roberto se aleja, el viejo Roberto se hunde un poco más, aunque por un momento parece oír la voz de su hijo, parece sentir su cálida sonrisa y una oleada de amor le cubre.
Pero solo dura un momento y la culpa no le deja soportarlo. Roberto sigue llorando.

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