Hoy es día festivo. Para el que lleva todo un año en paro, la única diferencia entre un día laborable y uno festivo es que tu mujer no va a currar y que en la tele echan películas por la mañana en vez de los programas de todas las mañanas y eso me ha llevado a dos situaciones.
La primera ha sido preguntarme si emitirán luego “Hombres, mujeres y viceversa”. Ya que es un día que los niños están en casa, considero apropiado que vean ese programa para que los padres puedan decirles “Ves, Miguelín, si no estudias puedes acabar siendo un mandril como ese”. Si Miguelín es inteligente, en su cerebro de infante se grabarán esas palabras y en unos años en lugar de un científico parado y sin esperanzas, será un tronista cachas que le dice barbaridades semánticas a una chica que sería atractiva si no se pintase como un indio, .
La segunda situación se extrapola de un diálogo con mi mujer mientras vemos una serie tan estimulante neuronalmente como “Shin Chan”. En ella, mientras se baña, el pequeño Shinnosuke encuentra una pequeña figurita promocional de su personaje favorito de la televisión. A la luz de este hecho, hemos comenzado a hablar de cómo un niño se ilusiona con cosas tan simples y de lo hermoso de este comportamiento. Gracias a este pequeño diálogo he viajado a mi infancia previa a las olimpiadas de Seúl.
Cuando tenía unos siete u ocho años, en el colegio Héroes de Simancas de Gijón comenzó a extenderse una moda entre los más pequeños del lugar. Corrió como la pólvora la existencia de unas pequeñas figuras con forma de animal que venían como regalo con unos chicles. Los chicles Dunkin. Con cada uno recibías un animal de un determinado color. Las figuras eran tan simples como geniales y además funcionaban como los cormos ya que existían unas más difíciles de conseguir que otras. De esta manera, en el recreo, no era extraño cambiar un hipopótamo y una cebra por el ciervo que te faltaba para terminar la colección.
Se han abierto las puertas de mi memoria y esto me ha permitido recordar el salir de clase con mi madre y parar en el kiosco más cercano para adquirir uno de estos chicles, más caros que los demás. He recordado como me ilusionaban las figuras de mayor tamaño, correspondientes a los animales más grandes como el rinoceronte o el bisonte y como palpaba los envoltorios para ver si era capaz de reconocer la figura contenida en el sobre. Recuerdo la decena de veces que saqué un oso hormiguero de su paquete. Recuerdo como tuve que maquinar para conseguir la figura que culminaba mi colección, un zorro que era imposible de encontrar y con el que di gracias a una extensa red de información que generé por todo el patio del colegio con solo ocho años. Todo ello sirvió para localizar a un chico mayor que yo y con el que superé todas mis trabas y timideces en aras de completar una colección, mi primera colección. A este chico le di todas mis figuras repetidas a cambio de un zorro azul al que le faltaba la cola. Puede que me estafase un poco, pero esa tarde, para mi felicidad, en mi estantería reposaba aquel animal mutilado junto al resto de mis trofeos.
El pingüino es más grande que el gorila ¿y? a un niño las dimensiones no le importan, eso empieza en la adolescencia |
Lamentablemente dicha colección ya no está conmigo. Con los años esas cosas pierden importancia y tiempo después la recuperan. Puede ser un capricho, pero veo las imágenes de esas figuras y me apena haberlas perdido para siempre. Por otra parte merecen el mayor de los reconocimientos por parte de un coleccionista de muchas cosas como soy actualmente. Figuras de Marvel, figuras de Batman, figuras de Soundwave, camisetas de fútbol, películas o comics.
Con esos animales y esos chicles empezó todo y no me he dado cuenta hasta hoy. Se merecen mi homenaje.
Muchas gracias a la página http://chicledunkin.blogspot.com/ que ha permitido bañarme en su información y extraer de ella algunos recuerdos olvidados, así como todas las imágenes que acompañan esta entrada.
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