Tim Burton nació como un creador con una
personalidad propia y bien definida. Tapada o escondida tras su bien conocida
imagen gótica y oscura, se escondía una fobia evidente a lo que podríamos
llamar “clase media”. Para Burton, esta clase media resultaba un
enemigo voraz, opresor y devorador de ilusiones. La pertenencia a los tan
típicamente americanos condominios de viviendas con casas clónicas de color
variable, simbolizaba para Burton el
fin de la magia y la destrucción del talento. Encerrados en esta cárcel de
mediocridad, los personajes en los que el director californiano se refleja,
buscan escapar o de algún modo alterar su entorno.
De esta manera, en las obras más
representativas del Burton de los
ochenta y noventa (excluyo la película sobre Pee-Wee por no haberla visto),
observamos diversas formas de evasión. La pareja formada por Alec Baldwin y Geena Davis escapan de sus monótonas vidas a través de la muerte,
donde encuentran la felicidad junto al horrendo pero divertido Beetlejuice.
Eduardo Manostijeras es capaz de hacer orbitar a su alrededor a toda una
comunidad de vecinos donde las señoras trabajan para Avon y viven arreglando su
jardín, cortándose el pelo y sin avanzar hacia ninguna parte enredadas en la
mediocridad de la vida diaria hasta la aparición del “freak” de turno que les
mostrará lo perdidas que están. Incluso Burton
hace suyo un universo tan extenso como el del Hombre Murciélago y nos da a una
Catwoman y un Oswald Cobblepot entrañables. El malvado Pingüino surgirá de las
alcantarillas para doblegar Gotham, y mientras, asistiremos a la transmutación
de Selina Kyle, de amargada secretaria encerrada en una vida desdichada a
salvaje mujer-gata de sensualidad y poder desatados.
Si bien estas películas tenían una calidad
más que aceptable, Burton va
perdiendo el rumbo poco a poco y solo se encuentra a si mismo cuando se busca
en sus orígenes, dejándonos la muy brillante “Big Fish” en la que nos narra la historia de un hombre entregado a
una vida llena de fantasía. Una película hermosa en la que se nos cuenta que
soñar es quizá la más bella vía de escape.
Y se acabó. Sin darse cuenta, Burton se cambia de bando y se sumerge en
la rutina y la falta de imaginación. El color del dinero tapa al negro y oscuro
y Tim naufraga viajando del Planeta
de los Simios al País de las Maravillas enfrascándose en proyectos lucrativos
pero de baja calidad, siempre amparado por sus fieles incondicionales que le
perdonarán cualquier cosa.
Con “Frankeenwenie”,
Burton vuelve a sus orígenes, al
corto que le costó su puesto en Disney, pero amparado por la multinacional de
orejas de ratón. En un giro del destino, el denunciante del orden establecido
se incorpora a la maquinaria y nos entrega una película tierna y correcta pero encorsetada
por una falta de imaginación evidente. A nivel técnico la película es buena
aunque está a años luz de la maestría que Henry
Selick demostró en “Pesadilla antes
de Navidad” o la espectacular “Coraline”.
La historia es sencilla y nos traslada al típico
vecindario estadounidense a través de un niño, Víctor, enamorado del cine pero encerrado por una
sociedad que encorseta a los que son diferentes. En este aspecto extraña que en
toda la película no salga ni un solo niño que no parezca tocado por algún tipo
de trastorno mental. La pérdida de la amada mascota de Víctor, el pequeño perro
Sparky, desata la tristeza y con momentos realmente tiernos, Burton nos narra
el renacimiento de un moderno Frankenstein. En un sentido homenaje al terror de
la Hammer, diferentes criaturas irán apareciendo de modos divertidos y
asistiremos al sempiterno enfrentamiento entre el bien y el mal (perros y
gatos) con final feliz.
Una película sencilla, correcta y
entretenida. Menos de hora y media que se pasan en un plumazo, pero nada que
sobresalga sobre la media general. Aun así, tras las mediocres pero bien
remuneradas “Sweeney Todd”, “Alicia en el País de las Maravillas” y
“Sombras Tenebrosas”, Burton ha dado
un pequeño paso adelante en pos de su recuperación como autor.
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