sábado, 7 de enero de 2012

EL DIOS ÁGUILA

El capitán Soares observó a la tripulación. Comprobó como la rutina se adueñaba de los actos de sus hombres. Sin embargo, este viaje no había comenzado como algo rutinario y no estaba destinado a serlo. La captura de los salvajes había empezado sin novedad. El trato con uno de los jefes de la región africana, había permitido incorporar al barco a casi cuatrocientos negros a los que llevar a Veracruz. El jefe de la tribu había sonreído al deshacerse de sus enemigos. Pero entre ellos había uno que aquel hombre consideraba el peor de todos. Una mujer. Vieja y sin apenas dientes. Soares preguntó al líder de la tribu cuál era la causa del recelo. El jefe la llamo bruja. Ese adjetivo bastó para cautivar el interés de Soares. Pese al escaso valor de la mujer en el mercado, las historias de brujas y demonios habían intrigado al capitán desde su más tierna infancia. La alojaría en el barco con los demás hasta que finalizase de divertirle. Luego le rebanaría el pescuezo y la arrojaría por la borda.

Soares descendió por las escaleras hasta donde los presos se hacinaban como mera carga en espacios tan diminutos que impedían en ocasiones la extracción de los cuerpos muertos y descompuestos. El olor era nauseabundo y penetrante y sin embargo, la rutina, una vez más, había hecho inmune al desagrado a toda la tripulación. Entre los aullidos y los lloros de los presos, entre las blasfemias y los insultos de los encargados de alimentarlos, sobre todos los sonidos vibraba la oración de Nasru, la bruja. Soares la había encadenado al pie de las escaleras y todos los días bajaba a hablar con ella. Versado en las lenguas de las tribus africanas intentaba comunicarse con la anciana, aún así el idioma de la canción que salía de los labios de Nasru era irreconocible para el veterano marinero. La bruja cantaba y cantaba una melodía arrítmica, la cual aumentaba y disminuía su volumen sin orden y solo se detenía cuando los fieros ojos de la prisionera se fijaban en el capitán. En ese momento ella sonreía y le decía con voz clara y en un portugués perfectamente comprensible –El Dios Águila pronto vendrá a verle capitán- Soares le preguntó por su Dios, se burló de ella, la azotó día tras día y aún así aquella anciana mantenía una fuerza indómita, superior a la de sus compañeros de viaje, muchos de los cuales habían fallecido, y Soares sabía que era su esperanza sincera en la llegada del Dios Águila, lo que la mantenía en pie. 

Llevaban veinte días de travesía cuando Soares bajó a la zona de los esclavos. Pasó de largo junto a Nasru y se dirigió a la zona donde las mujeres de mayor atractivo permanecían apartadas de los demás. Esta carga era especial y se destinaba a que ricos mercaderes satisficieran su curiosidad sexual con aquellos animales venidos de tan lejanas tierras. Sin embargo todas habían sido catadas ya por los  marineros en diferentes ocasiones. El capitán se había reservado para sí a la más hermosa y nadie más podía tocarla. Se acercó a ella, que le recibió llorosa, sabedora de lo que iba a ocurrir. Tocó su pelo y acarició su mejilla mientras a su espalda Nasru proseguía inagotable con su cántico. Soares sonrió y acercó sus labios al cuello de la esclava. De pronto un ruido sordo, como de una explosión, surgió a cientos de metros sobre el barco sobresaltando al capitán. Tan pronto como apareció, se fue, y al mismo tiempo el cántico de la anciana fue sustituido por una risa incontrolada. Soares dio media vuelta,  avanzó hacia las escaleras y pasó al lado de la anciana sin mirarla –Conocerás a mi Dios, antes de encontrarte cara a cara con el tuyo-  le dijo Nasru y continuó riéndose. Soares se detuvo e iba a abofetearla cuando un rugido ensordecedor le hizo girarse hacia la salida. Corrió escaleras arriba y abrió la puerta hacia un espectáculo de locura.

A escasos metros sobre el barco, un artefacto de aspecto brillante emitía un sonido semejante al de una tormenta. Los marineros miraban asombrados al objeto que planeaba sobre ellos. De pronto una luz se abrió en el intestino de la nave y una figura de enormes proporciones mostró su silueta. El Dios Águila saltó hasta el casco del navío portugués. Aterrizó con estrépito sobre la cubierta astillándola entre los gritos de los marinos. La canción de Nasru resonaba entre los aullidos de terror. Soares vio a la figura semihumana, gigantesca y desnuda, con cuerpo de hombre y  el rostro de un ave rapaz. Caminó mientras los negreros huían en todas direcciones. De pronto el Dios habló y de su pico surgió un grito que hizo retumbar al bajel. La abominación recorrió la superficie del barco y atenazó a uno de los marineros, lo levantó en alto y lo partió en dos mitades regando la madera con su sangre. Los compañeros del fallecido superaron su  miedo, quizá convencidos del fatal destino que les esperaba, y comenzaron a atacar al monstruo con todo lo que tenían a mano. Soares vio como el Dios Águila despedazaba a sus compañeros de travesía, mientras tras él, escuchaba a Nasru cantar y reír, casi al mismo tiempo. El Dios Águila arrancó la cabeza del segundo de a bordo mientras hundía su pico en el pecho de uno de los cocineros. La valentía de los hombres desapareció tan rápidamente como había surgido y fue sustituida por el miedo de enfrentarse a un ser invencible. El ayudante de cocina voló sobre la proa con las dos piernas arrancadas mientras la abominación gritaba y sus ojos marrones recorrían la cubierta. Su vista se posó en Soares que de espaldas y sin perder de vista al gigantesco agresor, huyó al interior del barco. Con la prisa, el capitán cayó por las escaleras y fue a parar a los pies de Nasru. En ese momento la puerta voló hecha astillas ante la tremenda furia del mitológico ser. Soares reculó a rastras para quedar apoyado en una pared del barco, con los ojos puestos en su agresor. Nasru sonreía y miraba a su salvador, el cual penetró en la bodega del barco con la cabeza agachada para no golpear el techo y bajando con cuidado las escaleras que crujían bajo el terrible peso de la bestia. Cuando el Dios Águila hubo llegado a la altura de la cautiva, sujetó las pesadas cadenas que la ataban y con un simple gesto las partió en dos trozos. El gigantesco ser mostró una ternura que contrastaba con la masacre que había desencadenado y acarició con sus enormes manos el envejecido rostro de la mujer. Nasru, ya liberada avanzó hacia Soares con su salvador a la espalda. El bravo capitán lloraba y gemía al observar el torso y las piernas de la bestia cubiertos de sangre de sus camaradas. Nasru se colocó a un lado de su captor. Se agachó y acercó su boca al oído de éste. El enorme Dios Águila se colocó en frente de Soares, con su enorme cabeza rozando el techo del barco. La anciana sonrió y tocó el pelo de su captor como había hecho antes éste con su esclava.

-Dale recuerdos a tu Dios- dijo Nasru, y el gigante bajó su puño sobre el pecho de Soares.

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