CONCURSO-OPOSICIÓN (1975)

Existe un momento en la existencia en el cual la vida pierde parte de su encanto. Encerrado entre cuatro paredes, en una oficina ajena a la luz del sol, con el tiempo justo para comer tu almuerzo y volver al trabajo, la mente abandona toda esperanza de bienestar y se impone una terapia. Es la oportunidad de encender una bombilla, hacer una llamada a lo racional, a lo vital y a lo fundamental. Es, en suma, ese instante en el que todo cobra sentido y eres consciente de que se impone una retirada estratégica al mundo del absurdo. Ha llegado la hora de comerte unos macarrones con chorizo y leer un Mortadelo. 

Enterrado en el subsuelo del edificio donde Charles Darwin pasó un periodo de su vida, la evolución se detiene y retrocede. Mis cuarenta y un años empiezan a rebobinarse sin pausa, y el viejo del cubículo, cargado con las presiones y las prisas de la vida adulta rejuvenece más de tres décadas para sentarse ante la misma aventura leída una y mil veces. Y como aquel chaval de bocata de Nocilla, gusanitos y gominolas, mi yo del siglo XXI se ríe en las mismas viñetas que aquel niño que nunca espabiló.

Hoy me ha tocado leer parte de “Concurso-Oposición”. Dicen que no puedes hacerte cosquillas a ti mismo porque el cerebelo predice la sensación que vas a experimentar y cancela tu respuesta a la misma. Sin embargo, poco puede hacer dicha región encefálica para detener la risa ante la enésima aventura de mis dos héroes favoritos. Y me he reído. Sabía cuando venía la carcajada dos páginas antes de llegar. Conozco de memoria prácticamente cada viñeta y cada escena. Era evidente que iba a pasar, y pasó. En mi pantalla Mortadelo echa humo por su boca y yo trato de mantener la comida dentro de la mía. Más de treinta años experimentando la misma sensación. Y los que quedan. 

La magia del virtuoso, la esencia de lo genial. Obras de arte a mis ojos y simples tebeos para el inepto averso a la cultura más básica de la felicidad. Una escapada. Cinco minutos de gloria. Impagables e imperecederos. Muchos hablan de la caída de calidad de las obras del maestro Ibáñez sin darse cuenta de que generar alegría durante más de sesenta años es una tarea hercúlea, heroica y digna de los más grandes altares y las más hermosas loas. Don Francisco Ibáñez ha hecho más por la lectura y la cultura de nuestro país que muchos otros nombres musitados por amantes de la erudición más elevada, los cuales, posiblemente esbocen la misma sonrisa que el resto de los mortales ante el último invento del Profesor Bacterio o la última trastada a la inocente Ofelia.

El tiempo no se detiene, la comida se acaba y la consciencia despierta al runrún del día a día. Vuelta a la rutina, al trabajo y al mundo real. Con energías renovadas. Con el cerebelo volando. El arte es alimento para el alma y ahora el cubículo no es tan oscuro, el trabajo no es tan tedioso y sientes ganas de que llegue un nuevo día, una nueva hora del almuerzo en la que volver a sentarte con tus viejos amigos. Ese es uno de los logros de Ibáñez, rey de coronilla sin corona. Un genio. De los pocos que quedan.