Voy a contarles una historia breve. Tan breve, que sólo tiene tres personajes. Dale, Mike y Kevin.
Dale era un hombre blanco,
jubilado, barba cana de dos días perennemente alojada en el rostro. Antiguo
cocinero, que no chef, en uno de esos bares de barbacoas que pueblan las
carreteras de Estados Unidos. Dale era mi vecino. Lo conocí bien.
Gustaba de lo sencillo. Música jamaicana, algo de cerveza, una hamburguesa y un
porro de vez en cuando. Se llevaba bien con su exmujer y tenía sexo ruidoso con
su novia a la que también le gustaba la vida sencilla.
Dale era un tío normal. Como tú o como yo. A veces se dormía en bata mientras
la parrilla seguía encendida tostando la carne y las salchichas. Alguna de esas
veces, ahí en el porche de nuestra casa compartida, descubrías que Dale
se había olvidado de ponerse calzoncillos esa mañana. Dale era alguien
tranquilo. Había trabajado y vivido su vida lo mejor que pudo. Dale era
un amante de los perros. Quiso adoptar un labrador negro porque recordaba haber
tenido uno de pequeño, así que empezó a caminar todas las mañanas para estar en
forma. Su meta era tratar lo mejor posible a su futuro acompañante y así poder
darle a su cachorro un paseo matutino y otro al entrar la tarde. Dale
era un buen tipo. Dale era un buen amigo. Dale era.
Mike es un tipo estupendo. Americano de
sonrisa continua, pelo cano, barba amable. Siempre enamorado, siempre positivo.
Él y su mujer, la hermana de mi vecino Dale, fueron maestros durante décadas
y aportaron educación al pueblo estadounidense, un pueblo al que
ellos adoran. Mike es un patriota, pero no un nacionalista. Mike
ama a sus Estados Unidos, a su gente, a su cultura, a su bandera, a su país.
Pero Mike es consciente de que nada es perfecto y que nadie quiere más a
su nación que el que trabaja en mejorarla. Mike es un buen tipo. Mike
es un buen amigo. Mike es.
Kevin llegó de Minnesota. Se instaló en la casa de al lado y nos enseñó a quitar
la nieve en invierno. Rubio, educado y amable. Disfrutaba con Dale de
sus cervezas al sol, en el porche, como dos cowboys que han recogido el ganado
y se merecen un descanso. Kevin tiene una vida sencilla. Crece sus
flores y su jardín es la envidia de los vecinos menos mañosos. Kevin es buen
tipo. Kevin ama a su país. No está muy convencido de que los inmigrantes
vengan a mejorar las cosas, pero tampoco es su problema. Kevin vive una
vida sencilla. Kevin es un buen tipo. Kevin es un buen vecino. Kevin
es.
A Dale le diagnosticaron un cáncer con apellidos complicados. Todo
tumor tiene connotaciones que te asoman al abismo, pero algunos de ellos te
lanzan de cabeza a él. Dale buscó ayuda. Con su cuñado Mike, se
fue a Roswell Park, una institución científica y clínica conocida y
reconocida. Las puertas a un posible tratamiento se le cerraron en la cara.
Vuelva usted mañana. Como terapia le recomendaron encarecidamente cambiar de
seguro, buscar un trabajo, hallar la manera de pagar las facturas surgidas del tratamiento de un cáncer.
Podían haberle pedido cuadrar el círculo o resolver la conjetura de Hodge,
total, qué más daba. Y deje usted de fumar, de beber y de vivir, añadieron ya
desde la distancia. Lo enviaron a casa mientras Hipócrates se revolcaba
en Larissa y Mike dudaba una vez más de algunos de los caminos del rojo,
blanco y azul. Dale se fue a su casa y se tomó una cerveza con Kevin.
Al sol. Cuando el camino está marcado es difícil perderse. Cuando no hay
elección es complicado ponerse nervioso.
Dale adelgazó la mitad de su tamaño en escasos meses. No necesitó pasear con su
labrador. El perro nunca llegó porque nunca hubo esa opción. Mike
protestó entre dientes. Mientras, Kevin acercó un sillón a su ventana
para poder estar más cerca de su vecino. Lo saludó una mañana. Al día siguiente
no lo vio. Al siguiente tampoco. Cuando pudo entrar en casa de Dale,
nuestro buen tipo, nuestro buen amigo, ya no había marcha atrás. Dale trabajó,
vivió y trató de salir adelante. Cuando pidió ayuda ante un mal que nos llegará
a muchos, le enviaron a casa a morir. Y ni Kevin, ni Mike, ni el
propio Dale pudieron hacer nada. Y Dale se murió, como nos pasará
a usted, a mí, a Kevin y a Mike. Pero no así. No es justo. Así
no.
Y Kevin sigue en su porche, tomando una cerveza al sol, más sólo que
antes, menos sediento que nunca. Y quizá por su cabeza pase que él está tan
abandonado como estaba su vecino. Y puede que razone que no está bien que, tras
una vida de buena persona, buen amigo y buen jardinero, en un futuro, él también
muera ignorado en la ducha. Puede que lo piense. A lo mejor no. Mike sí
que lo piensa. A Mike le aterra la idea. Su mujer tuvo un susto y Mike,
maestro y abuelo de docenas de nietos, tiene que volver a trabajar vendiendo
vino para evitar futuras desgracias. Y Mike ve como se cierra la trampa.
Poco a poco. Y el camino marcado le invita a perderse. Y la falta de elección le
pone nervioso.
Pasan los años. Un silbido cruza una acera de Nueva York y un hombre cae muerto. Los disparos acaban con un tipo que se gana la vida negando el acceso a la salud a gente como Dale, Kevin o Mike. Matar está mal dicen. Yo lo sé. Pero no sólo matan las balas. A veces no hace falta ni eso. Un papel, un no, una puerta cerrada es más que suficiente para que un buen amigo cruce el umbral. No es justo. No lo era. No lo es. Pero nada va a cambiar. Y eso lo saben bien Kevin y Mike. Una pena que a nadie le importe la buena gente, los buenos vecinos, los buenos amigos. Hoy sólo importan las balas, las noticias, el ruido. Porque con el ruido nada cambia. Por eso Dale murió en silencio.
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