miércoles, 11 de diciembre de 2024

RUIDO DE BALAS EN NUEVA YORK

 

Voy a contarles una historia breve. Tan breve, que sólo tiene tres personajes. Dale, Mike y Kevin

Dale era un hombre blanco, jubilado, barba cana de dos días perennemente alojada en el rostro. Antiguo cocinero, que no chef, en uno de esos bares de barbacoas que pueblan las carreteras de Estados Unidos. Dale era mi vecino. Lo conocí bien. Gustaba de lo sencillo. Música jamaicana, algo de cerveza, una hamburguesa y un porro de vez en cuando. Se llevaba bien con su exmujer y tenía sexo ruidoso con su novia a la que también le gustaba la vida sencilla. Dale era un tío normal. Como tú o como yo. A veces se dormía en bata mientras la parrilla seguía encendida tostando la carne y las salchichas. Alguna de esas veces, ahí en el porche de nuestra casa compartida, descubrías que Dale se había olvidado de ponerse calzoncillos esa mañana. Dale era alguien tranquilo. Había trabajado y vivido su vida lo mejor que pudo. Dale era un amante de los perros. Quiso adoptar un labrador negro porque recordaba haber tenido uno de pequeño, así que empezó a caminar todas las mañanas para estar en forma. Su meta era tratar lo mejor posible a su futuro acompañante y así poder darle a su cachorro un paseo matutino y otro al entrar la tarde. Dale era un buen tipo. Dale era un buen amigo. Dale era.

Mike es un tipo estupendo. Americano de sonrisa continua, pelo cano, barba amable. Siempre enamorado, siempre positivo. Él y su mujer, la hermana de mi vecino Dale, fueron maestros durante décadas y aportaron educación al pueblo estadounidense, un pueblo al que ellos adoran. Mike es un patriota, pero no un nacionalista. Mike ama a sus Estados Unidos, a su gente, a su cultura, a su bandera, a su país. Pero Mike es consciente de que nada es perfecto y que nadie quiere más a su nación que el que trabaja en mejorarla. Mike es un buen tipo. Mike es un buen amigo. Mike es.

Kevin llegó de Minnesota. Se instaló en la casa de al lado y nos enseñó a quitar la nieve en invierno. Rubio, educado y amable. Disfrutaba con Dale de sus cervezas al sol, en el porche, como dos cowboys que han recogido el ganado y se merecen un descanso. Kevin tiene una vida sencilla. Crece sus flores y su jardín es la envidia de los vecinos menos mañosos. Kevin es buen tipo. Kevin ama a su país. No está muy convencido de que los inmigrantes vengan a mejorar las cosas, pero tampoco es su problema. Kevin vive una vida sencilla. Kevin es un buen tipo. Kevin es un buen vecino. Kevin es.

A Dale le diagnosticaron un cáncer con apellidos complicados. Todo tumor tiene connotaciones que te asoman al abismo, pero algunos de ellos te lanzan de cabeza a él. Dale buscó ayuda. Con su cuñado Mike, se fue a Roswell Park, una institución científica y clínica conocida y reconocida. Las puertas a un posible tratamiento se le cerraron en la cara. Vuelva usted mañana. Como terapia le recomendaron encarecidamente cambiar de seguro, buscar un trabajo, hallar la manera de pagar las facturas surgidas del tratamiento de un cáncer. Podían haberle pedido cuadrar el círculo o resolver la conjetura de Hodge, total, qué más daba. Y deje usted de fumar, de beber y de vivir, añadieron ya desde la distancia. Lo enviaron a casa mientras Hipócrates se revolcaba en Larissa y Mike dudaba una vez más de algunos de los caminos del rojo, blanco y azul. Dale se fue a su casa y se tomó una cerveza con Kevin. Al sol. Cuando el camino está marcado es difícil perderse. Cuando no hay elección es complicado ponerse nervioso.

Dale adelgazó la mitad de su tamaño en escasos meses. No necesitó pasear con su labrador. El perro nunca llegó porque nunca hubo esa opción. Mike protestó entre dientes. Mientras, Kevin acercó un sillón a su ventana para poder estar más cerca de su vecino. Lo saludó una mañana. Al día siguiente no lo vio. Al siguiente tampoco. Cuando pudo entrar en casa de Dale, nuestro buen tipo, nuestro buen amigo, ya no había marcha atrás. Dale trabajó, vivió y trató de salir adelante. Cuando pidió ayuda ante un mal que nos llegará a muchos, le enviaron a casa a morir. Y ni Kevin, ni Mike, ni el propio Dale pudieron hacer nada. Y Dale se murió, como nos pasará a usted, a mí, a Kevin y a Mike. Pero no así. No es justo. Así no.

Y Kevin sigue en su porche, tomando una cerveza al sol, más sólo que antes, menos sediento que nunca. Y quizá por su cabeza pase que él está tan abandonado como estaba su vecino. Y puede que razone que no está bien que, tras una vida de buena persona, buen amigo y buen jardinero, en un futuro, él también muera ignorado en la ducha. Puede que lo piense. A lo mejor no. Mike sí que lo piensa. A Mike le aterra la idea. Su mujer tuvo un susto y Mike, maestro y abuelo de docenas de nietos, tiene que volver a trabajar vendiendo vino para evitar futuras desgracias. Y Mike ve como se cierra la trampa. Poco a poco. Y el camino marcado le invita a perderse. Y la falta de elección le pone nervioso.

Pasan los años. Un silbido cruza una acera de Nueva York y un hombre cae muerto. Los disparos acaban con un tipo que se gana la vida negando el acceso a la salud a gente como Dale, Kevin o Mike. Matar está mal dicen. Yo lo sé. Pero no sólo matan las balas. A veces no hace falta ni eso. Un papel, un no, una puerta cerrada es más que suficiente para que un buen amigo cruce el umbral. No es justo. No lo era. No lo es. Pero nada va a cambiar. Y eso lo saben bien Kevin y Mike. Una pena que a nadie le importe la buena gente, los buenos vecinos, los buenos amigos. Hoy sólo importan las balas, las noticias, el ruido. Porque con el ruido nada cambia. Por eso Dale murió en silencio.

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