viernes, 7 de septiembre de 2012

LA HAMBURGUESERÍA DEL SEÑOR SCHENCKLER


El anciano doctor Sars volvía a su alma mater, al que fuera su hogar durante tantos años de estudios y donde había desarrollado una carrera científica tan brillante, que décadas después los mejores laboratorios de física del mundo se peleaban por oír las sabias palabras que aquel anciano de pelo cano tenía guardadas para ellos. Pese a lo apretado de su agenda, Sars guardaba una fecha cada año para ir a su antigua universidad.
Los altos estamentos le habían ofrecido todo tipo de lujos y comodidades de cara a que su estancia en la ciudad fuera lo más cómoda posible. Sars los rechazó todos. Se hospedó en un pequeño hostal a las afueras y desde allí comenzó un viaje a través de sus recuerdos, de olores, de colores, de sonidos que parecían haberse detenido y no haberse rendido ante el paso de los años. Observó el travieso parecido de la pequeña nieta de su antigua vecina, la señora Ellis, con la que fuera su abuela, ahora fallecida y en cierto sentido olvidada. Su familia había heredado el hogar de los Ellis, pero parecía que los que moraban allí no compartían su sangre ni sus modales de anciana dama del sur. Sars se desplazó dando un pequeño paseo, recorriendo la distancia que sus oxidados huesos le permitían. Buscó la antigua barbería, el olvidado comercio donde compraba la carne para los guisos de su madre y el vetusto café donde su padre le contaba una y otra vez las mismas historias de cómo pescar las mayores percas sin romperse la espalda. Todo había desaparecido, así que Sars, experto en la materia de la física cuántica, las fórmulas matemáticas, los positrones y los taquiones, tuvo que reconocer que por un momento, su cabeza le había jugado una mala pasada y que todo aquello que había reconocido como su hogar, había dejado de existir, dejándole en un lugar en el tiempo y en el espacio al que era ajeno.
Con un último esfuerzo decidió acercarse al templo de donde manaban sus mejores recuerdos, al hogar donde había conocido a Jane. A ese pequeño bar regentado por aquel gruñón y mal encarado Matt Schenckler, que odiaba a los negros como Sars, pero que los atendía pendiente del dinero que entraba y salía de la caja. Allí, en aquel tugurio que vendía las mejores hamburguesas, servidas en los más sucios platos, allí, una pequeña muchacha llamada Jane se presentó al tímido estudiante de físicas y comenzó un amor que les acompañaría toda la vida. Aquel antro se convertiría en el inicio de una vida juntos, el hogar de miles de citas, reuniones para los exámenes, comidas con sus amigos. Por ello, tiempo después, cada año, cuando Sars visitaba la universidad para otra de sus charlas, él y Jane comían una de esas hamburguesas grasientas y contraindicadas para ancianos de colesterol medio.
Pero hacía cinco años que Sars no volvía. Cinco años sin Jane. Cinco años de soledad para un hombre que había dedicado tanto tiempo al trabajo que no dejó nada para tener hijos o familia. Sars se arrepentía al mirar atrás. Sentía no haber dedicado su vida entera a su mujer y ahora que no estaba, se daba cuenta de lo vacío que era todo sin ella, de cómo las teorías, los datos y los números que llenaban su pizarra, no eran capaces de completarle. Así que Sars se disponía a dar su última charla y retirarse. No tenía nada por lo que vivir. Los ojos de los alumnos deseosos de escuchar sus últimos hallazgos o sus historias acerca de cómo el tiempo y el espacio se redefinían continuamente ya no le hacían mella. En estos cinco años, Sars había creado una coraza para evitar dejar salir la pena de su interior, pero junto a la pena anidaba la culpa. Él, un estudioso del tiempo, no dejaba de pensar en cuanto de aquello que miraba día sí y día también, se le había escapado entre los dedos.
Sorprendentemente el tugurio seguía abierto y Sars, que se sentía incapaz de sonreír por nada, se encontró con un pequeño motivo de alegría. Algo se mantenía después de todo. Además, aquel cuchitril parecía haber seguido inasequible al desaliento, a la presión de las grandes cadenas de comida rápida, a los deseos de los jóvenes de colorido y ruido. Como un olvidado dinosaurio, el restaurante del horrible señor Schenckler seguía allí. Sars no pudo evitarlo y entró.
En el interior nada parecía haber sido modificado. Sars sabía que de estudiar los restos del suelo, estos podrían tener cientos de años de antigüedad. Miró la carta con precios de ayer, irresistiblemente baratos, y se preguntó la razón de que aquel sitio estuviera vacío. Dejó su maletín en el suelo, aún sabiendo que le costaría despegarlo del mismo. Esperó a que le atendieran. El nuevo dueño era claramente heredero de todos los genes de Schenckler. No solo eso. El trato maleducado y bordeando lo descortés había cruzado océanos de tiempo para asomarse a la barra del mismo bar. Sars pensó en cuántos trabajos sobre las paradojas temporales se podrían hacer a través de la genética ¿Viajan los genes en el tiempo o es la mala educación lo que se mantiene entre eras? Sars sonrió para sí y pidió una hamburguesa con patatas fritas y un refresco de cola. El nuevo Schenckler respondió con gesto torcido, como habría hecho el viejo y entró a la cocina. Sars se dio la vuelta acodándose en la barra mientras miraba maravillado todo aquello que le rodeaba. Un ruido a su espalda le sobresaltó. Una bandeja mugrienta soportaba su nueva hamburguesa. Plena de grasa, falta de glamour. Como siempre y como nunca. Sars cogió la bandeja y se desplazó a su sitio, el sitio de Jane, junto a la ventana que daba a un pequeño bosque que permanecía sin talar. Los rayos de sol se filtraban por entre las ramas. Sars observó su preciado botín y se relamió inconscientemente. Para una persona que no deseaba vivir, ¿qué mal podía hacerle aquel cúmulo de grasa y carne a medio hacer? Le dio un bocado y el sabor inundó sus papilas retrotrayéndole a un tiempo pretérito y más feliz. Tras buscar entre las partículas subatómicas por cuarenta años, ahí estaba el viaje en el tiempo, en el regusto a comida malsana. Sars disfrutó de la comida un momento, miró al exterior y comenzó a darse cuenta de la única diferencia en su regreso al pasado. La butaca de al lado estaba vacía. No pudo menos que entristecerse y una revoltosa lágrima surcó el rostro del curtido anciano. La luz del sol parecía desafiar su tristeza cruzando el verde ramaje y penetrando por la ventana.
 
Entonces lo vio.
 
Miró el cristal, sucio de años sin limpiar, de grasa acumulada, humo, huellas humanas y allí permanecía su rastro, su impronta, su sitio en la humanidad. Tatuado en la ventana estaba su nombre y junto a él el de Jane, en letras hermosamente cinceladas rodeando un corazón. Así se expresaba un adolescente hace cuarenta años y así se expresará siempre el amor. La luz seguía entrando, en un día cada vez más soleado. Sars no pudo resistir la tentación y pasó sus dedos por las letras. Tocó el nombre de su mujer y pareció sentirla. Las lágrimas comenzaron a asomar en mayor caudal. Sars agachó la cabeza para enjuagárselas sin separar su índice derecho del nombre que le había dado tanta felicidad. Cuando levantó la vista, el sol le deslumbró a través de los cristales y tuvo que cerrar los ojos.
 
-¿Te has decidido ya?-
 
La voz femenina le hizo girarse y allí estaba ella. Incrédulo, Sars sintió estar padeciendo un trastorno mental. Cerró y abrió los ojos parpadeando rápidamente. Ella sonrió y le tomó su mano derecha con una sonrisa. Sars miró su mano, libre de arrugas e inmediatamente la miró a ella.
 
-He dicho, ¿te has decidido ya? Y no me refiero a la hamburguesa, sabes que el señor Schenckler solo tiene un tipo de hamburguesas-
 
Sars estaba atónito viendo la sonrisa de su esposa cuarenta años más joven mientras el sol le calentaba su espalda entrando por allí donde un día sus nombres iban a estar juntos en un cristal. El viejo Schenckler le miraba sonriendo desde la barra.
-¿Qué vas a estudiar Jim? ¿Ya tienes claro a qué vas a dedicar toda tu vida?-
-Claro que sí, Jane- Respondió James Sars sonriendo, feliz otra vez -Lo tengo clarísimo-

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