El anciano doctor
Sars volvía a su alma mater, al que
fuera su hogar durante tantos años de estudios y donde había desarrollado una
carrera científica tan brillante, que décadas después los mejores laboratorios
de física del mundo se peleaban por oír las sabias palabras que aquel anciano
de pelo cano tenía guardadas para ellos. Pese a lo apretado de su agenda, Sars
guardaba una fecha cada año para ir a su antigua universidad.
Los altos
estamentos le habían ofrecido todo tipo de lujos y comodidades de cara a que su
estancia en la ciudad fuera lo más cómoda posible. Sars los rechazó todos. Se
hospedó en un pequeño hostal a las afueras y desde allí comenzó un viaje a
través de sus recuerdos, de olores, de colores, de sonidos que parecían haberse
detenido y no haberse rendido ante el paso de los años. Observó el travieso
parecido de la pequeña nieta de su antigua vecina, la señora Ellis, con la que
fuera su abuela, ahora fallecida y en cierto sentido olvidada. Su familia había
heredado el hogar de los Ellis, pero parecía que los que moraban allí no
compartían su sangre ni sus modales de anciana dama del sur. Sars se desplazó
dando un pequeño paseo, recorriendo la distancia que sus oxidados huesos le
permitían. Buscó la antigua barbería, el olvidado comercio donde compraba la
carne para los guisos de su madre y el vetusto café donde su padre le contaba
una y otra vez las mismas historias de cómo pescar las mayores percas sin
romperse la espalda. Todo había desaparecido, así que Sars, experto en la materia
de la física cuántica, las fórmulas matemáticas, los positrones y los taquiones,
tuvo que reconocer que por un momento, su cabeza le había jugado una mala
pasada y que todo aquello que había reconocido como su hogar, había dejado de
existir, dejándole en un lugar en el tiempo y en el espacio al que era ajeno.
Con un último
esfuerzo decidió acercarse al templo de donde manaban sus mejores recuerdos, al
hogar donde había conocido a Jane. A ese pequeño bar regentado por aquel gruñón
y mal encarado Matt Schenckler, que odiaba a los negros como Sars, pero que los
atendía pendiente del dinero que entraba y salía de la caja. Allí, en aquel
tugurio que vendía las mejores hamburguesas, servidas en los más sucios platos,
allí, una pequeña muchacha llamada Jane se presentó al tímido estudiante de
físicas y comenzó un amor que les acompañaría toda la vida. Aquel antro se
convertiría en el inicio de una vida juntos, el hogar de miles de
citas, reuniones para los exámenes, comidas con sus amigos. Por ello, tiempo
después, cada año, cuando Sars visitaba la universidad para otra de sus
charlas, él y Jane comían una de esas hamburguesas grasientas y contraindicadas
para ancianos de colesterol medio.
Pero hacía cinco
años que Sars no volvía. Cinco años sin Jane. Cinco años de soledad para un
hombre que había dedicado tanto tiempo al trabajo que no dejó nada para tener
hijos o familia. Sars se arrepentía al mirar atrás. Sentía no haber dedicado su
vida entera a su mujer y ahora que no estaba, se daba cuenta de lo vacío que
era todo sin ella, de cómo las teorías, los datos y los números que llenaban su
pizarra, no eran capaces de completarle. Así que Sars se disponía a dar su
última charla y retirarse. No tenía nada por lo que vivir. Los ojos de los
alumnos deseosos de escuchar sus últimos hallazgos o sus historias acerca de
cómo el tiempo y el espacio se redefinían continuamente ya no le hacían mella.
En estos cinco años, Sars había creado una coraza para evitar dejar salir la
pena de su interior, pero junto a la pena anidaba la culpa. Él, un estudioso
del tiempo, no dejaba de pensar en cuanto de aquello que miraba día sí y día
también, se le había escapado entre los dedos.
Sorprendentemente
el tugurio seguía abierto y Sars, que se sentía incapaz de sonreír por nada, se
encontró con un pequeño motivo de alegría. Algo se mantenía después de todo.
Además, aquel cuchitril parecía haber seguido inasequible al desaliento, a la
presión de las grandes cadenas de comida rápida, a los deseos de los jóvenes de
colorido y ruido. Como un olvidado dinosaurio, el restaurante del horrible
señor Schenckler seguía allí. Sars no pudo evitarlo y entró.
En el interior nada
parecía haber sido modificado. Sars sabía que de estudiar los restos del suelo,
estos podrían tener cientos de años de antigüedad. Miró la carta con precios de
ayer, irresistiblemente baratos, y se preguntó la razón de que aquel sitio
estuviera vacío. Dejó su maletín en el suelo, aún sabiendo que le costaría
despegarlo del mismo. Esperó a que le atendieran. El nuevo dueño era claramente
heredero de todos los genes de Schenckler. No solo eso. El trato maleducado y
bordeando lo descortés había cruzado océanos de tiempo para asomarse a la barra
del mismo bar. Sars pensó en cuántos trabajos sobre las paradojas temporales se
podrían hacer a través de la genética ¿Viajan los genes en el tiempo o es la
mala educación lo que se mantiene entre eras? Sars sonrió para sí y pidió una
hamburguesa con patatas fritas y un refresco de cola. El nuevo Schenckler
respondió con gesto torcido, como habría hecho el viejo y entró a la cocina.
Sars se dio la vuelta acodándose en la barra mientras miraba maravillado todo
aquello que le rodeaba. Un ruido a su espalda le sobresaltó. Una bandeja
mugrienta soportaba su nueva hamburguesa. Plena de grasa, falta de glamour.
Como siempre y como nunca. Sars cogió la bandeja y se desplazó a su sitio, el
sitio de Jane, junto a la ventana que daba a un pequeño bosque que permanecía
sin talar. Los rayos de sol se filtraban por entre las ramas. Sars observó su
preciado botín y se relamió inconscientemente. Para una persona que no deseaba
vivir, ¿qué mal podía hacerle aquel cúmulo de grasa y carne a medio hacer? Le
dio un bocado y el sabor inundó sus papilas retrotrayéndole a un tiempo
pretérito y más feliz. Tras buscar entre las partículas subatómicas por
cuarenta años, ahí estaba el viaje en el tiempo, en el regusto a comida
malsana. Sars disfrutó de la comida un momento, miró al exterior y comenzó a
darse cuenta de la única diferencia en su regreso al pasado. La butaca de al lado
estaba vacía. No pudo menos que entristecerse y una revoltosa lágrima surcó el
rostro del curtido anciano. La luz del sol parecía desafiar su tristeza
cruzando el verde ramaje y penetrando por la ventana.
Entonces lo vio.
Miró el cristal,
sucio de años sin limpiar, de grasa acumulada, humo, huellas humanas y allí
permanecía su rastro, su impronta, su sitio en la humanidad. Tatuado en la
ventana estaba su nombre y junto a él el de Jane, en letras hermosamente
cinceladas rodeando un corazón. Así se expresaba un adolescente hace cuarenta
años y así se expresará siempre el amor. La luz seguía entrando, en un
día cada vez más soleado. Sars no pudo resistir la tentación y pasó sus dedos
por las letras. Tocó el nombre de su mujer y pareció sentirla. Las lágrimas
comenzaron a asomar en mayor caudal. Sars agachó la cabeza para enjuagárselas
sin separar su índice derecho del nombre que le había dado tanta felicidad.
Cuando levantó la vista, el sol le deslumbró a través de los cristales y tuvo
que cerrar los ojos.
-¿Te has decidido
ya?-
La voz femenina le
hizo girarse y allí estaba ella. Incrédulo, Sars sintió estar padeciendo un
trastorno mental. Cerró y abrió los ojos parpadeando rápidamente. Ella sonrió y le tomó su mano derecha con una
sonrisa. Sars miró su mano, libre de arrugas e inmediatamente la miró a ella.
-He dicho, ¿te has
decidido ya? Y no me refiero a la hamburguesa, sabes que el señor Schenckler
solo tiene un tipo de hamburguesas-
Sars estaba atónito
viendo la sonrisa de su esposa cuarenta años más joven mientras el sol le calentaba
su espalda entrando por allí donde un día sus nombres iban a estar juntos en un
cristal. El viejo Schenckler le miraba sonriendo desde la barra.
-¿Qué vas a
estudiar Jim? ¿Ya tienes claro a qué vas a dedicar toda tu vida?-
-Claro que sí,
Jane- Respondió James Sars sonriendo, feliz otra vez -Lo tengo clarísimo-
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