Voy a contarles una historia breve. Tan breve, que sólo tiene tres personajes. Dale, Mike y Kevin.
Dale era un hombre blanco,
jubilado, barba cana de dos días perennemente alojada en el rostro. Antiguo
cocinero, que no chef, en uno de esos bares de barbacoas que pueblan las
carreteras de Estados Unidos. Dale era mi vecino. Lo conocí bien.
Gustaba de lo sencillo. Música jamaicana, algo de cerveza, una hamburguesa y un
porro de vez en cuando. Se llevaba bien con su exmujer y tenía sexo ruidoso con
su novia a la que también le gustaba la vida sencilla.
Dale era un tío normal. Como tú o como yo. A veces se dormía en bata mientras
la parrilla seguía encendida tostando la carne y las salchichas. Alguna de esas
veces, ahí en el porche de nuestra casa compartida, descubrías que Dale
se había olvidado de ponerse calzoncillos esa mañana. Dale era alguien
tranquilo. Había trabajado y vivido su vida lo mejor que pudo. Dale era
un amante de los perros. Quiso adoptar un labrador negro porque recordaba haber
tenido uno de pequeño, así que empezó a caminar todas las mañanas para estar en
forma. Su meta era tratar lo mejor posible a su futuro acompañante y así poder
darle a su cachorro un paseo matutino y otro al entrar la tarde. Dale
era un buen tipo. Dale era un buen amigo. Dale era.