Maldito seas Grant Morrison, nunca me dejas contento.
Me lancé a la lectura de Animal Man animado por una fuente externa. Se me recomendaron
determinados números escritos por Grant
Morrison, un guionista con el que no llego a entenderme. Mi relación con el
escocés empezó con un flechazo. Su magnífica y extraña Arkham Asylum (no confundir con el juego) me entretuvo lectura tras
lectura. Con cada visionado parecía encontrar algo nuevo y diferente. Quizá
empujado por el extraño dibujo y la composición de escenas de Dave McKean, todo en ese comic parecía excitante
y enloquecido al mismo tiempo. Una obra que disfruté y uno de los primeros
comics de Batman que leí.
Pero ahí se nos rompió el amor. Sus X-Men con Frank Quitely me parecieron una fumada difícil de superar hasta que
el propio Grant Morrison se lanzó en
triple tirabuzón con algunos de sus comics sobre el detective murciélago de
Gotham. Bizarros, confusos, deslavazados y, de alguna manera, todo me dejaba un
poso de una especie de “Quiero y no puedo
ser Alan Moore así que me voy por las ramas y lanzo fuegos de artificio para
que algún lector lance exclamaciones de admiración al no entender por completo
que mierda está leyendo”. Aburrido.
Por decirlo de otro modo.
Pero vuelvo con Buddy Baker, el “Animal Man”. Un hombre con esposa y dos
hijos. Con el poder de asumir las habilidades de los animales cercanos. Un
personaje olvidado y rescatado, precisamente, por Grant Morrison. Y como mi relación con el artista, todo empezó muy
arriba.
Los primeros números de Animal Man con Morrison
al mando son muy buenos. Extraños pero con ese poso de extrañeza que te deja el
ver algo diferente. No simplemente extraños. Las historias de Animal Man son diferentes, desde la
temática a la composición de los personajes. Para empezar Buddy no tiene
identidad secreta. Para seguir, sus acciones están más enfocadas a luchar
contra las injusticias medioambientales que a enfrentar supervillanos. Entre
medias nos queda un episodio en el que el héroe encontrará a un mesiánico Willy
E. coyote salido directamente de las tiras de la Warner (no es broma y no estoy de las drogas. Y cuando digo
mesiánico, sé porque lo digo). Entre historias de mayor recorrido, continuas
apariciones de una versión diferente de Animal Man. Apariciones fantasmales
bien insertadas para narrar una trama de viajes en el tiempo que sucederá en
números siguientes. Morrison,
activista pro animales, nos abre los ojos al desprecio de la humanidad a sus
hermanos de otras formas. En un episodio se nos narra la brutal historia del
maltrato de delfines que tiene lugar en las Islas Feroe (absolutamente
desagradable fue descubrir que lo que leía era algo real) desde el punto de
vista de un delfín, con Animal Man como mero brazo ejecutor de una acción muy
humana evitada por el cetáceo protagonista. En otro episodio el personaje
central adquiere la habilidad de dividirse miles de veces como un procariota
cualquiera. Y las portadas de Dave
Gibbons, qué decir. Sublimes.
Vamos, qué íbamos bien. Hasta que Grant, no contento con narrar una buena
serie de historias, quiere ser parte de las mismas. Y comienza un viaje de
peyote. Literal y figurado. Animal Man empieza a entender su lugar en el
universo y como si fuera Wade Wilson, comienza a saltarse la cuarta pared y a
aceptar su realidad como personaje de ficción. Todo esto está, más o menos bien
llevado hasta que... –spoilers a tutiplén-