Hoy debería hablar de fútbol. Es algo
justificado y justificable puesto que hace mucho que el balompié no inunda este
blog. Leía hace poco como el fallecido Eduardo
Galeano hablaba del deporte rey y no puedo más que sentir admiración por la
forma de escribir de este prominente autor uruguayo. Desconocido para mí, inculto
por vocación, he de reconocer el increíble talento de Galeano para convertir en hermosa prosa algo tan terrenal como el
fútbol.
Eduardo Galeano hablaba acerca del fútbol
profesional desde un punto de vista casi mitológico. Para él era necesario escribir
acerca de las leyendas del balón, los hinchas, los técnicos, las derrotas y las
victorias. Todo aquello que engloba este espectáculo cada día más alejado del
deporte. Quizá él lo hiciese porque su calidad literaria (visto lo poco que he
visto), le acercaba más a la primera división que la mía. Es por ello que
encuentro necesario que mi prosa juzgue el fútbol terrenal. El balompié de
barro, cemento y campos destartalados. El fútbol que se juega en canchas
improvisadas repletas de pasión y vacías de glamour. Ese deporte practicado por
personas que, sin haber tocado la gloria del balompié, mantienen vivo este
deporte en forma de tradición y transmisión. Mi capacidad como cronista
deportivo solo me permite hablar del noble mundo de las pachangas futboleras.
Está claro que nunca me ficharán ni Pedrerol
ni los Manolos.
Dentro de esas culturas sub-urbanas siempre
se ha hablado de los góticos, los skaters, los raperos, los heavys, los pijos...
y muchos otros, pero, ¿dónde están los futboleros? Y no me refiero a Tomás Roncero y demás futbolero de gritos
en la barra de bar. Me refiero al futbolero pachanguero. Me refiero a aquel
que, cada martes, apura la última hora de trabajo empleando una capacidad
multitarea que desconocía tener por la simple razón de “Los martes tengo pachanga con los colegas”.
Para el futbolero “real”, ese día está marcado a fuego y pobre aquel que se interponga
en su camino. El estrés de llegar a la hora a la pachanga se calma en el
momento de iniciar la misma. Toda una tradición, si se me permite decirlo. A la
hora del partido se juntan en torno a un balón diferentes personas con
diferentes orígenes, variopintas condiciones familiares, opuesto estatus
económico, distintas consideraciones político-religiosas e incluso gente que
apenas se conoce. Todos ellos forman una especie de tribu suburbana hermanada
por el chándal y las botas de fútbol de brillantes colores y medio rotas por el
uso.
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Es muy importante recubrir la portería de óxido para tener más opciones de pillar el tétanos y agarrarte unos días de baja |
Y he ahí lo hermoso del deporte. De éste y de
muchos. Ese acercamiento a lo tribal. A lo que nos une frente a lo que nos
separa. El amor por el juego, tan difícil de explicar como de entender, une a
gente de variopinto pelaje. Y de eso va la entrada de hoy. Porque aunque largo,
este primer tomo de la enciclopedia de lo pachanguero solo tiene carácter
introductorio. Ahora viene lo definitorio.
Porque el fútbol de patio de colegio jugado
entre adultos es un muestreo de lo mejor y lo peor de nuestra sociedad. O lo
que es lo mismo. Es una representación social tan válida como cualquier
análisis demoscópico. Además los fenotipos pachangueros tienden a mostrar
características enantioméricas. Esto es, para los menos formados en el arte de
la química clásica, que existen en las canchas jugadores que son la imagen
especular de sus rivales y por ello mismo no son superponibles ni iguales.
Pongamos nombres a los ejemplos.