Fue uno de esos instantes en los que el
tiempo se detuvo. La acción se congeló y se estancó. Solo de esta manera el
suceso esperado tuvo lugar. Millones de opciones, estadísticas y posibilidades
pasaron ante miles de ojos sin que nadie se diese cuenta. Las leyes de la
física se rompieron ante el poder de los milagros en el momento en que un
batallón de mariposas batió sus alas en algún lugar remoto para causar un
tsunami de felicidad en Sevilla y Gijón.
Y ganó el Sporting. Y ascendió el Sporting. Y
la estadística saltó por los aires mientras la probabilidad se hacía añicos y
la lógica miraba para otro lado. En un momento, un chico, un jugador del Lugo
desconocido por muchos, se alzó del suelo e impactó con la testa un balón. En
un instante miles de corazones latieron al unísono. Y fue hermoso porque no
podía ser de otra manera.
Porque esos mismos corazones acelerados venían
fatigados de años de angustias. No es lo mismo, o mejor dicho, no es ni
remotamente parecido, celebrar por costumbre que celebrar con el alma. Parece mentira
que un club más que centenario tenga tan poca experiencia en eso de levantar
los puños al cielo, llorando de alegría y riendo en libertad. Sin embargo el
Sporting es un equipo tradicionalmente acostumbrado a la derrota dolorosa, a la
lágrima del último minuto y a quedar en la orilla tras hartarse de remar. Somos
un equipo que ha vivido siempre en el alambre del minuto fatídico, de la
victoria por la mínima y del triunfo a través de la agonía.
Porque la historia del Sporting se llena de
minutos de oro que relucen entre las sombras. El cielo de Gijón retumbó cuando
un chico llamado Jaime puso de
rodillas a Van Basten y Gullit. El Bernabéu se nos quedó pequeño
el día que Miguel de las Cuevas alojó
un balón en la esquina de la meta de un campeón del mundo causando que un gran
canalla de corazón pequeño hincara la rodilla ante un paisano con un alma
insobornable. En Mestalla, un delantero histórico que recientemente lo ha
ganado todo como entrenador, metió al Sporting en Europa en una de esas finales
que se guardan en la memoria, permitiendo que un eterno portero suplente
llamado Emilio se convirtiese en
héroe en Belgrado al año siguiente.
Minuto a minuto. Golpe a golpe. Así se gesta
la historia de un equipo nacido para sufrir y predispuesto a soñar. Cuando las
victorias no son costumbre, parecen saber mejor. Cuando la grandeza se gesta
desde la miseria, las mieles de la victoria son un poco más dulces. Llega, por
fin, la hora de gozar, de gritar, de dejar que la gloria entre por la puerta
mientras el sufrimiento salta por la ventana.
Pero ya es el momento. Es el momento de dejar
atrás los escasos minutos de luz. Ahora es la hora. La hora del Sporting. Toca
dar un paso adelante y apretar los dientes. Toca gestar algo grande y los
mimbres están. Aquí no hay respetables jornaleros del balón, no hay figuras del
balompié mundial, no hay futuros traspasos que llenarán portadas de diarios que
solo interesan a millones de personas. Solo hay guajes con hambre. Con un
hambre descomunal. Son un ejército cuya única arma es una entrega denodada a
unos colores y una constancia a prueba de sacrificios. Da igual que vengan de
la lejana Colombia, la cercana Extremadura, el Móstoles desconocido o el centro
de Ujo. Si les dejan, van a ir a por todas. Podrán perder, empatar y hasta
ganar. Si todo se hace bien podremos ver a Cuéllar
atajar a mano cambiada en el Calderón. Castro
meterá la punterina en Anoeta. Jony
quemará la banda de San Mamés. Luis
cruzará el Nou Camp con la fuerza de un ciclón e Isma le tirará un caño a la enésima estrella del Bernabéu mientras
enfila portería. Es tiempo de que los guajes sueñen y con sus sueños empujen la
ilusión de muchos. Porque perderán, sufrirán y maldecirán. La primera división
no hace prisioneros. El Sporting tampoco. Podemos estar ante el inicio de algo
grande, no ante el comienzo del enésimo viaje circular a la nada. Pero ahí
estamos, que no es fácil, y a partir de aquí comienza la ilusión.
Gracias guajes por haberme permitido perder
la cordura un hermoso domingo de junio.