Esta noche falleció el reputado químico José Joaquín Barluenga. Como profesor
fue un personaje fundamental en mi desarrollo como persona. Posiblemente él nunca
me recordase como alumno suyo. Y eso que fui uno de los peores, qué duda cabe.
Estoy hablando de una época pretérita en la que
fracasé cursando la carrera de químicas. El nivel de exigencia era elevado y
estaba muy por encima de mis capacidades como estudiante. No era capaz de estar
a la altura y comencé a plantearme nuevos retos, más con la esperanza de huir
del presente que de encontrar un futuro. En el que fue mi último año en la
facultad de Químicas de la Universidad de Oviedo, crucé mi camino con el del
Doctor Barluenga.
Podría definirlo de mil maneras. No me cupo
ni me cabe ninguna duda que era un Maestro en lo suyo. Tengo claro que era un enamorado
de la ciencia que enseñaba. Como profesor era tan brutalmente honesto que se
convertía en duro. En aquel año del que hablo, yo acudía a clase junto a un
grupo de amigos a los que el Doctor Barluenga
denominaba, en base a nuestra incapacidad como químicos, “Los artistas”. Cada clase se tornaba en una tortura mientras el
reloj marcaba lentamente las horas y nosotros esperábamos aquel horrendo
momento en el que Barluenga iba a
enunciar aquello de “A ver, los artistas
¿saben ustedes…” Y nosotros, claro está, no lo sabíamos. No tanto por
ignorancia, que también, sino por simple nerviosismo ante el nivel de exigencia
propuesto por el profesor.
Porque Barluenga
sabía, y mucho, de lo que hablaba. Y sabía explicarse de manera diáfana. Sus
clases eran excepcionales y transmitían un conocimiento que en aquel momento no
supe o no quise aprovechar. Así que, al darlo todo desde la pizarra, el doctor Barluenga exigía una respuesta de vuelta
desde los oyentes. Al no recibirla montaba en cólera. No una cólera contenida.
Más bien una tormenta. Así, tu ignorancia, molicie o caraja se veía premiada
con una ráfaga de improperios que nacían profundamente de la desesperación del
Dr. Barluenga por hacerse comprender.
Digamos que, simplemente, Barluenga disfrutaba si su mensaje calaba en el
estudiante, pero se ofendía profundamente cuando sucedía lo contrario.
Muchas frases en el recuerdo. “Para ustedes hablo chinés, que es una mezcla
entre chino o japonés” o aquel clásico “Mejor
cámbiese de carrera. Algo más fácil para usted. Artista”. Trato de olvidar
cómo me quedé en blanco tratando de explicar un mecanismo de reacción que para
él era evidente y que seguro que había expuesto de manera clara y sencilla a
una audiencia con la mente en un botellón continuo. Recuerdo su ira y mi
vergüenza. Recuerdo que tras cada clase de Química Orgánica nos íbamos a tomar
algo porque, durante dos horas, el corazón nos palpitaba desbocado. Recuerdo
aprobar su clase con un cinco pelado que me permitió dejar la carrera de
Químicas y migrar a prados más verdes. Recuerdo odiar a Barluenga pero odio recordar que tenía razón.
Con el paso de los años he recorrido el
camino de la bancada al encerado y el idiota que soy descubre lo acertado que
estaba el Dr. Barluenga. Durante
alguna clase o atendiendo a alguno de los numerosos estudiantes que acuden en
busca de consejo al laboratorio donde trabajo, me encuentro cara a cara con la
colérica inspiración de aquel maestro que, pese a hacerlo lo mejor posible, era
incapaz de introducir el más simple de los conocimientos en mi diminuto
cerebro. Le reconozco su esfuerzo. Aplaudo su dedicación y energía y entiendo
su frustración porque muchos días me encuentro en su lugar y no es un sitio
cómodo en el que estar.
Y me culpo por no haber sabido aprovechar a
los mil y un maestros de gran nivel que me he encontrado
en la vida. Lamento no haber podido sacar todo el jugo de aquellos que pusieron
todo su esfuerzo en hacerme mejor. Recuerdo con cariño a Castro, don Víctor, Rúa, López-Otín
o Pereiro que, esforzándose por
transmitirme un conocimiento se encontraron con un ignorante absoluto y feliz de
serlo.
Ahora me esfuerzo. Trato de ser paciente.
Intento entender que, ante mí, ese trozo de carne con ojos que me mira ausente
y que parece no entender nada de lo que digo no es más que una extensión
temporal de mí propio yo. Sé que está pensando en el partido de la tarde, en el
chico que le gusta, en la discusión con su novia, o en la última película de
superhéroes. Lo sé porque acepto que, al contrario que el Doctor Barluenga, yo fui un ignorante, un vago y un mal estudiante.
Y aun así me cuesta aceptar que estoy entregando mi tiempo a gente que no lo
aprecia. No sé cómo lo hacía él.
Solo sé que lo hacía y se lo agradezco. Lamento
que haya fallecido. Me apena y lo siento. Se va un maestro. Con todas sus
limitaciones y grandezas. Soy consciente de que seguiré siendo un artista pese
a todo su esfuerzo. Un esfuerzo que me duele no haber aprovechado. Es cuando ya
no hay vuelta atrás que los idiotas nos damos cuenta de esos errores. Por eso
somos idiotas.
Descanse en paz Doctor Barluenga. Y gracias.