Amanece y el Sol se fuma un cigarro puro. Calor asfixiante. Por la fachada
de un edificio, vaya usted a saber por qué, trepa un SEAT 600 con baca, vaca y
portabultos cargando con el abuelo. En algún punto de esta ciudad nuestro héroe
calvo, porque todos los héroes son calvos o lo serán algún día, se encuentra en
la cama, amodorrado, solemnemente dormido con solo un pie asomando entre las
sábanas. Un reloj de cuco, de esos que ni usted ni yo hemos visto jamás pero que
existen, vaya si existen, señala la hora de levantarse con varios alegres
“cú-cú” que resuenan en el ambiente en negrita y entre signos de exclamación.
Nuestro alopécico protagonista no responde a la alarma matinal, por lo que el
alado personaje que habita el reloj de pared decide tomarse la justicia por su
mano y hacer una pequeña trastada al durmiente que se encuentra bajo él. En su
siguiente paseo para indicar que ya ha llegado el momento de encarar el día, el
pequeño pájaro despertador acompaña su trinar con un barreno de dinamita que
deja caer, con malévola sonrisa llena de dientes, sobre nuestro bello
durmiente. Un “Boom” que consigue un “Ay”, un rostro tiznado de hollín y algún
diente de menos. Buenos días por lo salvaje, cómo debe ser.
En calzoncillos de lunares blancos sobre fondo rojo y camiseta de tirantes,
nívea, de las de antes, el protagonista de nuestra historia se dirige a la
cocina, mareado y contrahecho por el rudimentario despertar. De camino a su
destino se cruza con un gato que lleva una raspa de sardina en la boca, pasa
ante el busto del abuelo que descansa bajo el cuadro de un botijo y rodea a
cuatro ratones vestidos de pistoleros que están jugando al póker. La mañana se
anima y no son ni las ocho. Sorprendentemente, entre viñeta y viñeta, el
vestuario de nuestro personaje ha cambiado y ahora viste elegante y arreglado.
Listo para la acción. La patrona ha preparado un guiso incomible
sospechosamente parecido al loro de la vecina que desapareció de forma
clandestina, así que nuestro incombustible héroe del momento sale a la calle.
Un galgo orina en un roble mientras fuma un cigarro sin filtro ajeno al hecho
de que el susodicho árbol ha cobrado consciencia absoluta y parece dispuesto a
castigarle con un buen mamporro por los disgustos. Señores con traje y sombrero,
señoras con capazo, niños con tirachinas y nubarrones con personalidad propia pasean
por la ciudad. La vida lo impregna todo convirtiendo la rutina en ese lugar
mágico en el que Rompetechos siempre tiene las de perder y Sacarino las de
ganar.
Tras pasar página, nuestro personaje se acoda a la entrada del metro y pide
un café con leche y un croissant. Te has equivocado de tebeo, le responden, los
de Jan son dos estanterías más abajo. El calvo se va sobresaltado, se
enciende un pito con un mechero de cuerda ¿Saben lo que son los mecheros de
cuerda? Yo tampoco. Un celtas sin boquilla hace que le caigan las lágrimas, que
tosa como una vieja y que un tornillo y su tuerca se le salgan por la oreja. Se
está torciendo un día que, siendo sinceros, no empezó del todo bien. Sin
embargo, todos sabemos que nuestro héroe sobre el papel va camino de un mundo mejor.
Un mundo con más Ofelias, más Bacterios y hasta con algún Vicente. La
perspectiva no es perfecta, pero no deja de ser excelente. De cara a continuar con
su quehacer diario, este tipo al que llevamos siguiendo tres párrafos habla con
un pequeño muchacho de pantalón corto, melena salvaje bajo la gorra y un único
diente. Dame el periódico chico, le dice, y le lanza cinco duros en una moneda
amarilla como el oro más puro. Abre el diario con calma. Cassius Clay ha
vencido a Moshe Dayan en ocho sets y un delegado de la ONU se queja de
que no ve bien desde la fila de atrás. Las noticias de siempre. Pasa página y
se encuentra un agujero en la sección nacional mientras observa como un ratón
con rostro inocente se larga por la acera con un puñado de papeles en el morro.
Así que decide sacar un transistor de esos de bolsillo, con tres botones (uno
de ellos rojo) y se lo pone al oído. La primera noticia que escucha le causa un
escalofrío que le hace castañetear los dientes, le pone la espalda tiesa y hace
que la camisa no le llegue al cuerpo.
Francisco Ibáñez ha muerto, dice una voz desde la radio. Y el sol
se esconde, un pequeño perro marrón deja escapar una lágrima, una rata oscura
se asoma sorprendida por el agujero de la alcantarilla, dos caracoles se
abrazan y sollozan y el 600 que ascendía por la pared del edificio en el primer
párrafo ha perdido la fe para desafiar la fuerza de la gravedad y cae en picado.
De pronto, todo es más oscuro y banal porque se ha ido el surrealismo y nos ha
dejado huérfanos de realismo mágico en este mundo irreal. Se fue el maestro y
las pistolas ya no hacen “bang”, los agentes de la TIA no se escapan a
Pernambuco y en el desierto de Gobi solamente hay soledad. Se acaba un mito,
una leyenda y un personaje demasiado grande para este mundo triste en el que el
humor ha bajado una octava para sonar desafinado. Es una lástima, opina nuestro
personaje y mira a su alrededor. Todo es tan ocre y mediocre que asusta. Se
acabaron las viñetas. Magín el Mago no está, Filemón no aparece y el zapatófono
hace horas que no suena. Es hora de ir a trabajar, piensa. Se acerca a una
pared y hace la llamada secreta. Dos golpes flojitos, uno medio y uno fuerte.
Nadie contesta. Seguro que la contraseña ha cambiado, así que grita aquello de
“Los tipos con bigote tienen cara de Hotentote” y nadie sonríe, nadie lo
entiende, a nadie le importa. Sí, es una lástima, vuelve a pensar mientras se
pierde en el horizonte camino de ninguna parte. Gracias por todo Francisco,
te echaré de menos.
Un genio irrepetible. Las aficiones a leer de varias generaciones que habrá provocado con sus grandiosos personajes e historias. Descanse en paz, maestro.
ResponderEliminarUna lástima y un señor que tuvo un efecto grandísimo y siempre positivo en millones de personas. Eso no tiene precio.
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