Los tiempos han cambiado mucho desde las antiguas y
fantásticas edades de las que os traigo esta historia. Dejadme contaros que, en
otros tiempos, una princesa podía no dormir por la molestia de un guisante
escondido bajo decenas de colchones, una niña fue capaz de cruzar un bosque
regentado por un horrible lobo, otro valeroso muchacho creció educado por
fieras salvajes y un flautista logró hacer salir bailando a unos ratones de la
ciudad de Hamelin ¿No es sorprendente?
Y de ratones vengo a hablaros. Los ratones, esos pequeños granujillas escondidos entre los maizales. Enemigos del hombre les llaman. Les persiguen y les pegan con la escoba, más no saben que hace tiempo, mucho tiempo, el hombre y el ratón eran fantásticos aliados. Así que sin más dilación os cuento la historia de “Los cuatro guerreros ratón”. En realidad, no eran guerreros y en su vida habían portado espada o arma alguna, pero el comienzo de una historia siempre es importante, aunque no sea del todo cierto.
Existía una bella ciudad de una hermosa provincia, y no
voy a deciros dónde porque esto suele generar envidias y suspicacias de gentes
que viven en ciudades más feas de provincias no tan hermosas. Así que quedaos
solo con eso, la belleza de dicha urbe. La hermosura flotaba y bailaba en el ambiente,
y en una ciudad donde todo era hermoso solo podían existir dos cosas. Belleza y
gentes que venían en su captura. Ya que la mayor parte de las cosas hermosas
del reino vivían allí, los hombres feos detestaban esa ciudad y por extensión
detestaban a lo más hermoso de esta hermosa tierra.
Y como no puede existir una historia sin contrarios, sin
opuestos ni enemigos, para toda belleza existente, la fealdad se reencarnó en Juan Nadie. Juan era feo. Tan feo al nacer, que fue
abandonado flotando en un río y ni tan siquiera los sapos más horribles y
verrugosos quisieron hacerse cargo de él. Pero lo que otros consideran una
maldición, para Juan fue la
salvación. Los lobos no lo devoraron temiendo encontrar veneno en su interior y
sus pústulas espantaron a los insectos que se acercaban interesados. Pero hasta
el más feo de los feos merece un sitio y Juan encontró
el suyo en lo más hondo de la tierra. Allí pasó Juan oculto los años y cuando,
tiempo después, la luz del sol volvió a acariciar su mejilla, el astro rey se
escondió horrorizado por tanta fealdad. Y salió la luna, como era menester,
pero al salir vio a Juan y
decidió que era mejor seguir a su esquivo amante diurno. La tierra se sumió en
la locura y el gris durante semanas. Estos oscuros días, Juan aprovechó para acercarse a la hermosa
ciudad, la cual no sabía si dormir o levantarse, si escuchar al gallo o al
búho. Y en ese estado de desasosiego, Juan pudo
colarse en el interior del castillo y allí encontró la belleza absoluta.
La hija del rey se llamaba…no os lo contaré, ya que en
estos tiempos la información circula sin control y una simple indagación podría
llevaros a las puertas de deshacer el entuerto del nombre de la ciudad más
bella de la provincia más hermosa. No es necesario saber su nombre. Solo sabed
que la niña era una ninfa de pelo oscuro y ojos negros. Radiante como el día y
hermosa como las estrellas. Decían que su sonrisa podía iluminar el mundo, pero
hacía tiempo que no sonreía porque la niña ansiaba conocer. Quería ver algo
más, pasear fuera de los muros del castillo, encontrar algo más que belleza.
Quería saber. El problema es que su hermosa madre dedicaba las horas del día a
peinar el bello pelo de su princesa en busca de la perfección más absoluta. La
niña alcanzaba la belleza total justo antes de acostarse y su pelo se
enmarañaba entre las sábanas antes de salir el sol, así que día tras día era
peinada y peinada hasta la extenuación.
Pero vuelvo a la historia. Juan entró
en el castillo en busca de la más hermosa posesión del rey y, de forma artera y
por la espalda, aprovechando que la niña dormía la metió en un saco y se
la llevó consigo al más profundo hoyo, donde su belleza no volvería a ser
vista. Tal vez, pensaba Juan, su
propia fealdad no se consideraría tal, ya que, sin la princesa más
hermosa el nivel de belleza había disminuido en el mundo y todos seríamos
un poco menos agraciados. Cuando Juan se
metió en su agujero, el sol asomó un ojo y vio que la fealdad del hombre había
ido a esconderse, así que volvió a salir, el mundo se alejó de los tonos
grises y recuperó el color.
¡Maldita sea!, diréis, ¿dónde están los ratones?
Paciencia que ya vienen. Cuando el rey recuperó la cordura perdida por la falta
de días y noches, se percató de la ausencia de su hija y sus amargas lágrimas
corrieron por la torre de la ciudad. Mandó llamar a los mejores guerreros y
cazarrecompensas de la provincia, más no había ninguno, puesto que ningún
hombre en su sano juicio arriesgaría su belleza en pos de alocadas aventuras
que involucren batallas, dragones o brujas. Como veis, éste no es un cuento
tradicional plagado de abnegados príncipes que abandonan su trono por hacer el
bien. Esos no han existido ni ahora, ni probablemente nunca. Los que si
existían y existen son los ratones valientes.
Los cuatro ratones vivían en la base de la torre del rey
y estaban molestos por el constante llorar del abatido monarca. Dado que vivían
en la ciudad más hermosa, podríais pensar que eran ratones bellos con largos
tirabuzones de melena rubia y ojos azules, pero si pensáis así acabáis de meter
la pata, porque en ningún momento he dicho que un ratón pueda ser únicamente
bello por fuera. Los cuatro ratones eran tan atractivos como
cualquier otro ratón, pero en su alma radicaba una enorme hermosura, la
hermosura de un corazón valiente, bondadoso y honrado. Bueno, los ratones
tenían otra característica. No les gustaba mojarse y las lágrimas continuas del
rey ya les causaban cierta incomodidad.
Así que los cuatro subieron escalando hasta la habitación
real y allí se presentaron.
- ¿Qué os
aflige mi buen señor? - preguntó el más joven y
regordete, llamado Nino.
El rey se giró y vio a aquellos cuatro roedores de pelaje oscuro, ojos de noche
y larga cola. Los cuatro estaban de pie esperando la respuesta del interrogado
monarca.
-He perdido a
mi niña, y nadie puede devolvérmela- sollozó el rey.
-Vuestras
lágrimas no nos dejan dormir- dijo el mayor de los ratones, fuerte
y poderoso, conocido como Bron –Así que necesitamos una solución para ambos problemas. Quizá
deberíais llorar en otra habitación- Cuando el ratón dijo esto, el
monarca lanzó un llanto y sus lágrimas volaron por la ventana de su dormitorio
real.
-Quizá podamos
ayudarle, señor- dijo Pino.
Calvo como uno de esos monjes que habitan torreones en altas montañas, Pino era el ratón más bondadoso de los cuatro.
-Podríamos
buscar a su hija- dijo Gambi,
con su sonrisa torcida y mostrando dos pequeños incisivos. Era el más pequeñito
de los cuatro y a la vez el más valiente de los valientes ratones.
-Si le traemos
a su pequeña, ¿dejará de llorar? - preguntó el poderoso
ratoncito Bron.
El rey asintió y acercó su cara a la de los cuatro
pequeños roedores –Y si lo hacéis os
construiré un palacio. En el cielo, donde nadie os moleste y donde tengáis
grano, queso y bebida hasta el infinito-
Nino festejó las palabras del rey,
ya que el pequeño ratón era conocido no solo por su valentía, sino por su voraz
apetito, y la idea de disfrutar de grano y queso le hizo mojar y remojar sus
bigotes. Los cuatro partieron en búsqueda de la niña y recorrieron infinitos
caminos hasta dar con la entrada de la casa de Juan Nadie.
Los cuatro ratones valientes entraron en la cueva de Juan y siguieron una tenue luz hasta la
habitación donde el malvado retenía a la princesa a la cual alimentaba con
raíces y semillas. La mantenía con los ojos vendados para que ella no le viera.
A la vez, para que no le tocara y descubriese su horrenda piel, le ató las
manos. Los cuatro ratones corrieron en dirección a Juan,
pero Bron dio orden de esconderse. Él sabía que el
conflicto físico significaría una derrota segura. Los cuatro esperarían a que Juan se durmiera y entonces actuarían.
Al dormirse el captor de la princesa, Nino se acercó muy despacio a la niña y le
susurró al oído -Tranquila princesa, nosotros la
sacaremos de aquí- La princesa no abrió la boca. Bron y Pino subieron
a la espalda de la niña y royeron las ataduras que la mantenían en la silla.
Mientras, Gambi examinaba
el camino de vuelta de cara a salir lo más rápido posible. Tras desatar los
pies de la princesa iban a quitarle la venda de sus hermosos ojos y a liberar
sus manos, pero en ese momento se escuchó una voz ronca.
- ¿Quién
anda ahí? - gritó Juan y
sus ojos ligeramente acostumbrados a la oscuridad le informaron de inmediato
acerca de los cuatro roedores que se llevaban su botín. El ladrón se sorprendió
de ver a sus diminutos invasores, más un aullido de dolor sustituyó a su
sorpresa cuando el pequeño Nino le
dio un mordisco en su descalzo pie. Aturdido por el dolor, Juan vio
como los cuatro ratones valientes emprendían la huída guiando a la hermosa
princesa, la cual seguía con una tela sobre sus ojos y cuerda en torno a sus
muñecas. Los cinco corrieron por el pasillo seguidos de cerca por el
secuestrador. Pese al esfuerzo de los cuatro roedores, la pequeña iba chocando
con raíces y piedras con las manos atadas y la venda puesta. Juan les acortaba distancias y era cuestión de
tiempo que la fatalidad se cebara con los valientes héroes, puesto que no hay
héroe que no se enfrente a un conflicto irresoluble al menos una vez. Por algo
son héroes
A la salida de la madriguera, la niña tropezó con una
piedra y cayó de bruces sobre un arbusto. Los ratones trataron de levantarla,
pero no pudieron y tras ellos apareció Juan.
Fue mostrarse el malvado y esconderse el Sol, asustado por la fealdad maligna
de Juan. De nuevo, el mundo se volvió tenebroso y gris
ante la negativa de los astros de iluminar el cielo. Juan rió
mostrando sus dientes torcidos. Avanzó en dirección a la niña, más los
valientes roedores se interpusieron en su camino. En ese momento a la espalda
de los pequeños ratones se escuchó una voz.
- ¡Sois
unos ratoncitos! - La niña había perdido la venda que
cubría sus ojos y ahora veía entre la penumbra a sus rescatadores.
Nino se acercó y saludó a la
princesa con un gesto de cortesía fruto de la buena educación recibida –A su servicio-
La princesa vio al minúsculo ratón y sonrió. Sonrió como
solo pueden hacerlo las princesas de cuento de hadas, esas que viven en
torres enjoyadas de ciudades hermosas. Y su sonrisa iluminó la tierra y, casi
por ensalmo, devolvió los colores y la alegría al mundo. Bueno, no a todo el
mundo. No todos fueron felices. Juan,
ante el retorno de la belleza, admitió su derrota entre lágrimas y sollozó
dándose media vuelta para regresar a su cueva.
- ¿A
dónde vas? - preguntó la princesa.
-Alteza, aquí
no hay sitio para mí, ni para los que son como yo- Juan se giró y mostró sus dientes mellados, su
pelo caído, su nariz torcida, su oronda tripa tras el cinturón y sus ojos
envueltos en lágrimas.
- ¿Y cómo
eres tú? - dijo la princesa.
-Feo-
respondió él. Su voz denotaba la tristeza del que nada puede hacer porque está
falto de esperanza.
Nino se acercó al que había
sido su perseguidor –No me pareces tan feo-
Le tocó la barriga a Juan.
-Eres gordito, pero yo también soy gordito. Me gustan los dulces y
dormir, y me engorda la tripa, pero no soy feo, ¿Verdad? -
-No-
dijo Juan –Y es cierto
que eres un ratoncito muy simpático-
Pino se acercó y Juan observó
al ratón que había visto en la penumbra –Tienes poco
pelo- dijo Pino –pero yo también soy calvo- y mostró su cabecita sin
pelo –Durante el frío invierno, cuando mis
hermanos necesitan calor, me quito pelitos de mi cabeza para
hacerles más confortable y caluroso el nido, así que tengo poco pelo, pero, no
soy feo, ¿Verdad?-
-No-
dijo Juan –Y es cierto
que eres un ratoncito muy bueno-
Gambi se acercó dando pequeños
pasos –Mírame. Soy pequeñito. Mis dientes apenas sirven para roer y
casi no puedo comer, pero soy valiente, luchador y hábil, y aunque estoy
delgadito y mis huesos son débiles, no soy feo ¿Verdad? -
--No-
dijo Juan –Y es cierto
que eres un ratoncito muy valiente-
Bron dio un paso al frente y
habló al hombre –Mírame, mi pelaje es perfecto, mi
tamaño enorme, mi fuerza increíble, soy hermoso, pero ¿sabes que hay más bello
en mí? -
-No-
dijo Juan –Pues cierto es que eres muy bello-
-La mayor
belleza está en que siempre tendré a mis hermanos conmigo y yo siempre estaré
con ellos y todos juntos somos tan hermosos y perfectos como la más bella
de las princesas-
La princesa sonrió ante el derroche de belleza y amistad
y Juan lloró implorando perdón a la pequeña niña.
Ella le acarició la cabeza y le besó la mejilla- Nada hace más
bello a la ciudad más bella que la amistad- le dijo la niña
tendiéndole la mano.
Y es cierto, niños. Nada hay más bello que sentir y dar
amor, querer y sentirse amado, porque la belleza nada tiene que ver con el
cristal con el que se mira, y sí con el afecto con el que se observa. Gracias a
eso la princesa volvió a su hogar y el rey, fiel a su palabra, construyó un
palacio para los ratones, un palacio donde nunca faltaría grano, queso y agua y
donde Juan comenzó a conocer la belleza de la amistad
que solo pueden darte cuatro ratones valientes.
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