Leo las noticias en la prensa nacional y observo una enorme falta de
respeto por la monarquía en este país. Mucha comedia, mucho jijijaja y burlas
de cabrones redomados que no entienden que la grandeza de la realeza no se
puede medir desde un quíteme allá usted esos defectos cromosómicos. Que los
reyes lo son por gracia divina y que lo que Dios ha ungido no lo criticará el
hombre (o algo así proclama la Biblia). Que son, los monarcas, gente recia,
distinguida, sobria y de costumbres magnas, como no puede ser de otro modo, y
que merecen respeto. Ustedes, que quizá no debieran ser tratados de ustedes, no
son más que plebe, limpia establos, pelamangos y destripaterrones que desearían
estar donde están ellos, pero no lo están. Así que les puede la envidia, la
inquina y la maldad. Es, de esta manera que, sobresaturados de odio, lanzan
proclamas izquierdistas, bolivarianas, bolcheviques e incluso un poco chigreras
contra aquellos que nos han de guiar. Y dado que las soflamas de rojos
desnortados no tienen quién las escuche, hartos del continuo fracasar deciden
pasar a la sorna, a la burla y a la chanza. Debería darles vergüenza, gente de
poco honor, desarrapados y harapientos. La monarquía no se toca. Y menos a Felipe
Juan Froilán de Todos los Santos de Marichalar y Borbón, señor de Tejada,
cuarto en la línea sucesoria y colegón de este pachanguero de pro, ajeno a la
hermosura de la monarquía, pero respetuoso, qué duda cabe, con la misma.
Mi (buen) rollo con el Froi comienza (y acaba) en 2007. Por ponerles
en contexto. Me instalo en Madrid para incorporarme a la plantilla del Hospital
12 de Octubre, uno de esos hospitales que la reina del vermú, lideresa de la
capital de España, trata como a perro pulgoso en una actitud heredada de la
matrona Esperanza Aguirre. Cabe recordar que la que fuera dueña
de Pecas (perro no pulgoso) y, por extensión, de su community manager, fue
en su momento capaz de inaugurar un ala entera de dicho hospital en la que
había una (1) cama y decenas (10 o más) de teles de plasma, que es lo que sana
al enfermo. Pero dejemos la política, que es para los mortales, y ascendamos en
la escala social, bien arriba, partiendo desde la base.
¿Tomidorro? Que alguien llame a la oficina del español |
Pues eso, que me hallaba yo por los madriles trabajando. Como honrado y
hacendoso obrero de la ciencia básica, mi vida consistía en un continuo trajín
desde mi minúsculo habitáculo en Lavapiés hasta el susodicho hospital. Ir,
trabajar, volver, pernoctar y vuelta a empezar. Algún kebab por el medio, que
no todo ha de ser espartano en la vida, aunque dura era la rutina porque hay
algunos que hemos venido a este mundo a currar y solo a eso. El Froilo
no. Él tiene sus movidas y sus historias, pero trabajar poco. Por ello era
complicado que nos diésemos de bruces por los terrenos del oso y el madroño. No
solo por la diferencia de edad, ya que Froilán apenas llegaba a los
nueve años de aquella, sino por los bien dispuestos estándares sociales que
alejaban y alejan a la plebe del almirantazgo.
Uno de estos ahora y me voy a la fosa |
Hay retratos que añaden varios cromosomas |
Vamos al meollo, que me lío. Pues resulta que, aquel dos de mayo yo no
tenía nada que hacer más que trabajar. Así que, en un día hermoso de sol
solariego, me agarré el tren desde Atocha y me fui a hacer algún experimento.
Vestido con mi camiseta del Sporting de hacer experimentos en días de fiesta y
jalonado mi atuendo con un chándal de los buenos, me fui al curro temprano con
la idea de volver a comer a casa. Acabadas mis tareas, regresaba yo altanero y
divertido por la estación de Atocha cuando, oh sorpresa, oh frenesí, me
encuentro que una de las tiendas de gominolas de la estación está abierta de
par en par y vacía de comensales salvo por una madre y su retoño que se encuentran
de compras. Mi mente bucea pensando en un festín de patatas fritas, gominolas y
pipas con sal gorda, así que entro allí sin pensar, como entraba Barral
al remate. A mí Sabino, que los arroyo.
El lugar del crimen |
Allá me planto, y empiezo a rebuscar. Gominolas de fresa ácida, piponazo, boca
bits y demás manjares pantagruélicos empiezan a caer en mi regazo. De pronto,
se me acerca un chaval de sonrisa rijosa y rizos rebeldes. Me pregunta qué está
más rico, si esto o aquello, y comenzamos una conversación de altísimo nivel
acerca de las bondades de los fresones y las maravillas de los tronquitos. De
inmediato, su madre llega a mi vera. Comprensible, puesto ninguna madre dejaría
a su retoño pastar cerca de un tipo con barba de 3 días, camiseta rojiblanca y
que parece babear sobre las gominolas de coca cola. Sin embargo, la mujer es
amable, lo cual se agradece pues es más larga que un día sin pan y sus espaldas
podrían muy bien ser utilizadas para descargar de labores a algún peón de Agromán. La enorme señora, vestida de rojo de pies a
cabeza me mira con gesto torcido, a medio camino entre la sonrisa y el pasmo. Me
cuestiona los precios de los productos allí ofrecidos y me pregunta si se
pueden probar antes de pagarlos. La miro un rato y buceo en mi mente para
encontrar de qué me suena aquella cara. Paso entre ingentes cantidades de
datos, pero solo veo tebeos, balones de fútbol y alguna cosa sin importancia.
No la reconozco, así que le digo que yo no trabajo allí y que consulte con la
chica de la caja. La mujer sonríe (o eso creo) y sigue a lo suyo. El muchacho
continúa danzando entre dulces y golosinas, ajeno ya a mi persona.
A ver, tampoco es que yo sea Sabonis |
Capturado mi botín, me acerco a la caja y la cajera me mira con ojos
nerviosos. Por un momento me sentí el Vaquilla o el Torete,
alegres bandoleros. Su mirada denotaba ese estrés que sólo se siente en el filo
de la navaja o en el lado equivocado del rifle. Con todo, acertó a decirme una
cosa. “La que has liado”. Me mostré sorprendido ante tal interpelación.
Tan ignorante como inocente, pensé que mi mayor delito pudiera ser haber mezclado
chucherías de distinto precio, pero no me pareció transgresión como para
merecer una mirada destinada al último de los hermanos Dalton. En aquel
instante, por el rabillo del ojo, pude ver una pequeña turba a las puertas de
la tienda. Un equipo de hombres trajeados y de aspecto serio y enjuto. De
aquellos que parecen encontrase a un paso entre la calma chicha y la furia
repentina. Sus ojos se posaban en mí. Un torrente de ojos, un maremágnum de
pupilas. Eché mano a la mochila para sacar el dinero y pagar mi compra. Ese
movimiento cambió el flujo del tiempo y OK Corral viajó de Tombstone al centro
de la piel de toro. Sudor perlado, momentos de duda, culito prieto y sonrisa de
perdedor. Saco mi cartera de cuero, con un trisquel celta, talismán sagrado y
protector del que lo porta. Mi escudo del Capitán América, si así lo quieren.
Pago mi ronda mientras el silencio satura el ambiente y camino en dirección al
peligro. La cajera respira aliviada y los comanches abren filas en torno a mí,
mirándome con un desdén que está a medio parpadeo del odio mientras Ennio
Morricone afila su silbido y la tensión se palpa en el aire. Durante esos
largos segundos, mi cerebro viaja en el espacio y el tiempo y las viñetas de Ibáñez
que ocupan un 90% de mi disco duro dejan paso a aquella información que buscaba
dos largos minutos atrás.
Acumular guardaespaldas no siempre es sinónimo de éxito
La jodida Infanta Elena y el Froilán. La madre que me parió.
Me acabo de colar en un chiringuito que habían vaciado para que el Froilete y
la tolai de su mamá se comprasen unos quicos, unos panchitos y una de
peta-zetas. A los seguratas que tenían que vigilar el cotarro se les puso el
culo como la piel de un tambor ante semejante cagada tocha que, a buen seguro,
trajo consecuencias. Piensen, por poner un ejemplo, que quedaban cuatro años
para que la ETA renunciase a la lucha armada y que menos de seis meses
antes habían volado media T4. De todas formas, nunca supuse un peligro para la Infanta,
y menos cuando la susodicha te saca un par de cuerpos y tiene pinta de
aguantarle un par de asaltos a Gina Carano. En otra dimensión, el Froilán
y yo nos podíamos haber convertido en colegas de chuches, aunque creo que en
ese campo me saca ventaja y que su vademécum es más completo que el mío. Aquel
día, yo me fui a mi estudio de 600 euros al mes y ellos a su castillo a vivir
su vida. Ahora una está divorciada, el Froilo más perdido que el cuerpo
de Jimmy Hoffa y yo sigo aquí dando guerra. El tiempo dirá. La única
conclusión que me queda es que no hace falta ser Jason Bourne para
burlar la seguridad monárquica. Al menos en una tienda de golosinas. Y que rían
ustedes cuanto quieran y hablen de endogamia, trisomías y demás maldades, pero
de los que estábamos allí, hay dos que están a un susto malo de ser reyes de
España, aunque dudo que ninguno de ellos tenga un doctorado. Tal vez la
tendera.
Enorme acontecido, Adolfo. Impagables fotos y comentarios también.
ResponderEliminarEspero que este texto ayude a mis miles de seguidores a respetar al Froilo como se merece.
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